El
fin de semana pasado asistí a un espectáculo en el que se versionaban viejos
éxitos de Queen. Me cuentan que los artistas y grupos con repertorio propio lo
tienen cada vez más difícil para conseguir «bolos», al contrario que las
llamadas «bandas tributo», cuyas actuaciones consisten en imitar con la mayor
fidelidad posible a los grupos legendarios del pasado. Hay varios «tributos» de
Pink Floyd y de los Beatles de gira por España, y ninguno de ellos tiene
problemas para conseguir contratos y llenar locales. No hay nada más moderno
que oír música en discos de vinilo, que según afirman los conoisseurs suenan mucho mejor que los CD y los MP3, dónde va a
parar. En las cadenas de televisión cunden las reposiciones, de modo que es
difícil embarcarse en una sesión de zapping sin toparse con Grease o E.T. La moda de lo retro o lo vintage
se extiende a todo, desde la ropa a los relojes de pulsera. En las librerías
triunfan títulos que no basan su éxito en la novedad, sino en la nostalgia. La
colección Yo fui a EGB ya va por la
cuarta entrega a base de pastelitos Tigretón y de Frigodedos , de McGyver y de El Coche Fantástico. Los héroes del cine son aquellos mismos superhéroes
de los cómics que leíamos de niños. La gente se apunta a Facebook para
localizar a los amigos del colegio y del instituto, a los que no ve desde hace
décadas. ¿Qué está ocurriendo? ¿Acaso nos hemos empeñado en abolir el presente?
¿Tan intolerable nos resulta vivir en el año 2017 que preferimos alimentar la
ficción de que seguimos en los 70 o los 80? O quizás el presente no exista
(como el futuro) y lo único que nos permite anclarnos en el mundo sea la
memoria imperfecta de las cosas que fueron, y que nos parecen infinitamente más
reales y sólidas que las que nos rodean.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/1/2017
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