En
un reciente viaje a Roma he realizado un descubrimiento capital: la realidad ya
no le importa a nadie; lo único que cuenta ahora son los reflejos de esa
realidad captados con la cámara del móvil, siempre y cuando el careto del
propietario del dispositivo figure en primer término. De ahí que apenas sea
posible visitar los monumentos de la Ciudad Eterna, pues todos ellos quedan
ocultos tras un bosque de palos de «selfi», que como sabrán se usan para alejar
la cámara del sujeto que la sostiene con la intención de inmortalizarse con el
fondo de una postal célebre. Así las cosas, he vuelto sin estar muy seguro de
haber visitado la Fontana de Trevi, las ruinas del Foro o la Plaza de San
Pedro, toda vez que sus columnas y esculturas apenas eran visibles tras las
bayonetas de esos fanáticos del autorretrato. Forofo que es uno de la precisión
semántica, terminé por acuñar una definición para tan infame objeto: «Un palo
de ‘selfi’ es un utensilio alargado (véase palo)
con un teléfono móvil en un extremo y un imbécil en el otro». Aunque quizás el
imbécil sea yo, embarcado en el anacrónico empeño de tomar fotografías en las
que solo aparezcan edificios y estatuas, con exclusión (tarea imposible donde
las haya) de cualquier figura humana. Los avispados vendedores callejeros, en
cambio, han sabido sintonizar mucho mejor con lo que Hegel habría denominado el
Zeitgeist. No en vano resulta
imposible quitarse de encima ese enjambre de tipos granujientos que te ofrecen palos
de ‘selfi’ a precios muy competitivos, incapaces de comprender que no vayas
equipados ya con uno. Al final me vi obligado a usar el traductor de Google
para tratar de espetarles lo siguiente: «Amigo, te puedes meter el palo por
donde más te duela, a ser posible hasta el mango». Lástima, no me entendieron.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/1/2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario