El jueves de la semana pasada, Día del Libro, andaba
yo por el Altozano cuando se acercó una chica para pedirme una firma. La
reconocí enseguida como una de mis antiguas condiscípulas del instituto,
extremo que ella me confirmó al tiempo que me recordaba que se llamaba Chelo
(mi memoria retiene cada vez menos cosas, y aun estas las más inservibles).
Pero lo que me puso delante no fue una de mis novelas, sino unas fotocopias
cosidas con una grapa, de aspecto algo ajado y tono amarillento. Apenas pude
dar crédito a mis ojos cuando reconocí aquel texto como el relato con el que me
dieron el premio literario del instituto el año que hacía COU. Nada había de memorable
en aquel cuento. Es más, yo diría que el hecho de haya permanecido extraviado
durante más de tres décadas ha sido una suerte. Pero no es de literatura de lo
que estoy hablando. «En mi baúl también ha aparecido esto», anunció Chelo
poniéndome delante una vieja fotografía. Un muchacho con una chaqueta roja sobre
los hombros tocaba la guitarra en el parque para sus compañeros de clase. Tenía
30 años menos que yo, y seguramente pesaba 30 kilos menos. Parecía un figurante
de la serie Cuéntame cómo pasó. Pero
sin duda yo fui ese chico. Lo que no puedo asegurar es que aún lo sea. Puede
que la esencia de aquel muchacho se quedara enganchada en algún obstáculo del
camino, junto con tantas cosas perdidas y nunca recuperadas. Pero no quiero abandonarme
a mi vena filosófica (como mucho, a la de la nostalgia, que es pecado menor
donde los haya). Lo cierto es que Consuelo Rodríguez, mi antigua compañera,
abrió para mí una ventana por la que se coló todo aquel aire fragante de
nuestros días de juventud. Muy ingrato sería si no le diera las gracias por
ello.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/5/2015
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