A todos nos dura la conmoción por lo que pasó el
lunes en ese instituto Joan Fuster de Barcelona. Han transcurrido unos días, se
han guardado los correspondientes minutos de silencio y los comentaristas ya
han tenido tiempo de despacharse a gusto. Que si en el centro no se había
detectado nada, que si el chico veía The
Walking Dead… Pero lo único cierto es que ocurren cosas terribles a
diario, y muchas ocurren porque sí, porque el azar es el principio rector del
mundo y nunca podemos saber dónde va a descargar el próximo golpe. Un chaval
enfermo con un brote psicótico, un profesor que se cruza en su camino y el
resto ya lo conocen. Hace unas semanas, el azar puso a 150 personas en el avión
de otro desequilibrado con resultados aún peores. El azar, que a veces se
disfraza de piloto suicida y otras de chaval de la ESO armado con una ballesta
y un machete. O de conductor ebrio. O de una diminuta célula que sufre una
mutación en las profundidades de uno de nuestros órganos. Es el precio de estar
vivos. Y ante estas feas muecas que la vida nos hace no caben más respuestas
que el dolor y la solidaridad. Ahora bien, puestos a rasgarse las vestiduras,
más vale hacerlo por ese pesquero que se hundió el domingo pasado ante las
costas de Libia, 800 personas embarcadas en un viaje suicida de las que apenas
30 han podido contarlo. Lo que ha pasado en el instituto de Barcelona nos duele
y nos conmueve, pero no exige otra respuesta más allá de la compasión. La
tragedia cotidiana de la pobreza y la desesperación es algo muy distinto. Eso
no es por casualidad, sino porque nos hemos empeñado en no querer ver lo que
tenemos ante nuestras propias narices. ¿No va siendo hora de quitarse la venda?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/4/2015
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