Solamente he asistido a un mitin electoral en toda
mi vida. Corría el año 1977 y el protagonista era Felipe González. Desde
entonces me he limitado a ver por televisión esos trocitos que empalman en los
resúmenes informativos de las campañas electorales. Confieso que siento vergüenza
ajena cuando veo al político de turno vociferar todo exaltado mientras el
clamor de las multitudes crece a su alrededor. Siempre pienso que cualquier
sujeto capaz de perder la compostura de ese modo debería estar inhabilitado
para ejercer un cargo público. Aunque supongo que todo es una cuestión de
teatro y de liturgia, y que en última instancia los mítines no se organizan
para convencer a nadie de nada, sino para que los candidatos se den un baño de
multitudes y se vengan arriba. En cuanto a los fervorosos asistentes, siempre
me han llamado la atención los que se sientan detrás del orador, que suelen ser
chicas y chicos de buen ver. Supongo que se realizará algún tipo de casting
entre las nuevas generaciones de los partidos para ponerlos ahí de adorno, y se
les indicará el momento exacto en que deben ovacionar, reírse y agitar
banderitas. También es llamativo su gesto concentrado y alerta en los momentos de
más enjundia, exactamente el mismo gesto que vemos en los asistentes a las
sesiones y plenos cuando el orador de su partido toma la palabra. Y uno no
puede evitar sentir cierto malestar al verlos tan conformes y obedientes. Claro
que llevan muchos años ensayando, lo que no significa que a veces no pierdan
los papeles, como aquella infame Andrea Fabra que exclamó «¡que se jodan!» en
un pleno del Congreso, y aún no se sabe si se refería a los parados, a la
oposición o a todos los idiotas que, obedientemente, vamos a votarlos cada cuatro
años.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/3/2015
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