Mi amiga se ha comprado un perrito. Ella pretexta
que lo ha comprado para sus hijas, porque llevaban tiempo pidiéndolo y es un
modo de desarrollar en ellas el sentido de la responsabilidad. Pero lo que yo
observo deja claro que la titularidad del perrito no es de las hijas, sino de
la madre, y también mía como responsable civil subsidiario. No es que las niñas
no se preocupen por el bienestar del animalillo. Por desgracia, se trata más
bien de una preocupación teórica que, en lugar de en acciones concretas, suele
materializarse en recomendaciones para su madre y para mí. Por mi parte, tengo
la sensación de que es el perrito el que nos ha comprado a nosotros y no al
contrario. Mi idea era que el perro era de algún modo un subordinado del ser
humano. Pero esta posmodernidad interminable que vivimos ha supuesto, entre
otras cosas, la perversión de los modelos de relación tradicionales, incluso de
aquellos que organizaban la convivencia entre los animales y las personas. A
resultas de ello, en mi casa hay un cachorro de bichón maltés que vive entre
lujos propios de un maharajá, y dos adultos humanos entregados completamente a
su servicio.
Aclaremos en primer lugar que el perrito es muy
mono. De hecho, es monísimo. Incluso me atrevería a afirmar que su monería es
de tal magnitud que llega alcanzar extremos insoportables. Nos lo entregaron
con apenas un mes y medio de vida. Por aquel entonces conservaba aún claros
vestigios de su etapa fetal. Era tan pequeño y tan torpe que uno se sorprendía
de que no llevara el cordón umbilical arrastrando por ahí. Mi amiga lo acomodaba
en su muelle seno y lo alimentaba con sus propias manos a base de gránulos
especiales para mini-cachorros. Alguien le había dicho que a edades tan
tempranas los cachorros son muy proclives a las hipoglucemias. Por ello, antes
de irse a dormir, ella mojaba su dedo índice en azúcar para que el perrito lo
lamiera. De ese modo su glucemia quedaba restablecida a niveles seguros. Pero a
mí tanta dulzura alimenticia me parecía más bien un simulacro de
amamantamiento, y sigo teniendo dudas de si la cosa no llegó a mayores cuando
yo no estaba presente. Quizás resulte innecesario revelar que el perrito durmió
las primeras noches junto a nosotros. Nunca hubiera sospechado yo que un
cachorro no humano fuera capaz de emitir un rango tan variado de ruidos
molestos a lo largo de la noche. La sensación era muy parecida a la de haber
vuelto a ser padre a mis cincuenta tacos. «Tengo que hablar seriamente con este
animal», me dije tras pasar una noche de claro en claro y un día de turbio en
turbio. «Es necesario que comprenda que no es un bebé humano y que, por tanto,
puedo eliminarlo en cualquier momento sin consecuencias penales».
Pero no lo hice, entre otras cosas por afán de
autoconservación, pues no puedo ni imaginar qué hubiera sido de mí si le
hubiera tocado a Frankie uno solo de
los blancos y sedosos pelillos que recubren su cuerpecito (ya lo ven, se llama Frankie, como el mafioso de una película
de Scorsese). Desde que llegó ha triplicado su peso y su tamaño, consecuencia
lógica de la cuidada alimentación y de la vida regalada que lleva. No sé si es
un instinto natural o el fruto de una inteligencia precoz, pero en estas pocas
semanas que lleva con nosotros se las ha arreglado para convertirse en el
centro del universo doméstico. Me atrevería a decir que en nuestra casa se ha
instaurado un culto al perrito, y que el condenado animal es muy consciente de
ese poder que ejerce sobre nosotros. En un intento por revertir la situación, y
movido también por mi vocación pedagógica, he tomado a Frankie bajo mi tutela para tratar de inculcarle quién tiene en
realidad la sartén por el mango. Ya he conseguido que comprenda dos de mis
órdenes: «¡Frankie, sentado!» y «¡Frankie, dame la patita!». Él me obedece
con gran presteza y aplomo, y yo le respondo con exageradas muestras de
entusiasmo. Entonces Frankie agita el
rabo y ladra, y los dos nos sentimos muy felices. En este punto debo confesar
que con frecuencia yo también ladro en respuesta, y no me importaría agitar el
rabo si no fuera por la falta de decoro que supondría semejante acto. Con el
propósito de que no me lleve completamente a su terreno, también mantengo
largas conversaciones con él, conversaciones que suelen ahondar en el complejo
mundo de las relaciones entre los perros y sus amos. «Frankie», le espeté ayer mismo. «Tú todavía no te has dado cuenta
de que eres un perro, ¿verdad?» Me respondió sentándose e inclinando la
cabecita. Y luego me dedicó una mirada tan intensa que por un escalofriante
momento me pareció que se disponía a hablarme. Por último ladró y me ofreció la
patita, que yo estreché, sellando así el acuerdo tácito de no volver a hacerle
preguntas tan comprometidas. Luego dediqué un buen rato a limpiar algunas cacas
y algunos pipís que el bueno de Frankie había repartido por toda la casa.
Se me quedó otra pregunta el tintero, una cuestión
que me ronda por la cabeza desde hace días, y que tal vez esta misma tarde me
atreva a trasladarle al perrito de mi amiga: «Frankie, sé sincero. ¿Soy yo el que te adiestra a ti o eres tú el que me estás educando a mí?»
Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/3/2014
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