A Cospedal se le ha ocurrido que conviene reducir a
la mitad el número de nuestros parlamentarios regionales, porque de ese modo se
ahorrarán entre cuatro y cinco millones de euros al año. Así se votó el martes pasado
en el parlamento nacional, y así quedará reflejado en nuestro estatuto de
autonomía cuando se cumplan los trámites necesarios. Sostiene Cospedal que el
90% de los castellanomanchegos apoyamos esta medida. A mí nadie me ha
preguntado, pero lo cierto es que son muchos millones de euros a repartir entre
menos de cincuenta diputados, teniendo en cuenta, además, que desde el 1 de
enero los pobrecillos no cobran un sueldo como tal. En fin, que no se entiende
cómo un grupo tan reducido puede generar tantos gastos (200.000 euros por
cabeza al año, si la aritmética no me falla). Dice García-Page que con esta
medida se le ha asestado un tajo a la democracia. Cayo Lara insiste en que lo
que hay detrás del recorte es un pucherazo electoral encubierto. Yo, sin embargo,
no estoy de acuerdo con ninguno de los dos, y solo parcialmente con Cospedal. Está
claro que sobran diputados. El problema es que esta vez el recorte de la
presidenta se ha quedado a medio camino.
Buscando la raíz del asunto, procede echar un
vistazo a nuestro sistema parlamentario. ¿En qué consiste el trabajo de un
parlamentario, su labor real, aquella por la que recibe un buen sueldo y dietas
sustanciosas? ¿Qué hace un miembro del congreso, un senador o un diputado regional
para justificar el gasto de dinero público que se realiza en ellos? La
respuesta es sencilla: aprietan botones. Les pagamos por ejercer de títeres (o
de mandos a distancia humanos, si la denominación anterior resulta ofensiva).
Porque lo cierto es que las decisiones políticas, las que nos afectan a todos,
no se cuecen en los parlamentos, sino en la trastienda de los partidos, en esos
lugares opacos donde se reúnen los comités ejecutivos. Si es usted un gran
empresario, un banquero o el alto ejecutivo de una multinacional, puede que
tenga una posibilidad razonable de orientar las decisiones políticas en su
provecho. Si es un ciudadano de a pie, olvídese. Un parlamento es solo la
puesta en escena de una idea que no existe, un modo de crear la ilusión de que
entre nuestros representantes hay diálogo, acuerdo e intercambio de ideas, y
que todo ello se hace en beneficio de los ciudadanos. En esta época de
simulaciones, la vida parlamentaria es solo un simulacro más. Los actores de
este teatro, aquellos que se proclaman nuestros representantes, se limitan a
calentar el asiento en los plenos y comisiones y luego votan según les han
instruido que hagan. Salvo si es víspera de puente o hay fútbol internacional. Sí,
Cospedal se ha quedado corta. El recorte de diputados óptimo sería del 100%.
Créanme. Todo seguiría igual.
Por otro lado, tampoco quiero convertir a los
parlamentarios en cabezas de turco. Ellos no tienen la culpa si han sabido
agenciarse un trabajo estupendo en un país donde uno de cada cuatro
trabajadores está parado. Únicamente han conseguido obtener un beneficio del
sistema. Además, no son sino la punta del iceberg. Mucho más inexplicable y
costoso es ese ejército de asesores, jefecillos y cargos de libre designación
de toda ralea que lastran la administración con gastos insoportables y cuya
función exacta nadie conoce. Sobran funcionarios, pero nunca amiguetes. El
nuestro ha sido siempre un país de amiguetes y cuñados. Y eso no hay quien lo
remedie.
Isaac Asimov, que tenía sus momentos de visionario, escribió
en 1955 un relato titulado Sufragio universal
en el que se anticipaba la evolución de las democracias occidentales en la era
de la información. Multivac, el gigantesco cerebro electrónico que lo controla
todo, es quien se encarga de seleccionar al «Votante», una única persona para
cada proceso electoral. En su insondable sabiduría, la computadora sabe quién
es el ciudadano cuyas opiniones representan a las de la mayoría, y procede a
designarlo como El Votante, convirtiéndolo así en una celebridad. Las
elecciones presidenciales no se conocen por el nombre de los candidatos, sino
por el del Votante, que será celebrado o denostado según las consecuencias de
su decisión. Sin embargo, al final del relato comprendemos que este ciudadano
nunca llega a consumar voto alguno, sino que se limita a responder a las
preguntas de un cuestionario que Multivac interpreta. Nosotros, de momento, sí
votamos, pero nuestro voto es poco más que un gesto simbólico, o si me apuran
un modo de descargar en la masa la responsabilidad del gobernante de turno. Son
los partidos los que interpretan nuestra voluntad, normalmente según sus
intereses y los de quienes los sustentan. No se engañen. Nuestros
representantes distan de representarnos. Nuestra democracia no es un gobierno
del pueblo, por mucho que la etimología de su nombre afirme lo contrario. Sin
embargo, nos dicen que es el menos malo de todos los sistemas posibles. Pero ¿de
verdad es así?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/11/2013
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