Hará cosa de un año, mi amiga me convenció para que
me dejara el pelo largo. Mi sorpresa fue descubrir que no me sentaba mal del
todo. Incluso me tapaba cierta tonsura que me confería un aspecto equívocamente
monacal y dejaba desprotegida mi coronilla, lugar de donde emanan la mayor
parte de mis ideas. Pronto me reconcilié con mi nueva imagen de señor vedijoso
con perilla y sobrepeso. No sé si me daba más aspecto de escritor, pero desde
luego podría pasar en cualquier sitio por cantante de ópera. En mi reciente
boda, sin ir más lejos, hice playback
con el brindis de La Traviata y hubo
gente que se acercó luego para felicitarme por lo bien que había cantado. Pero
volvamos a mis vedijas. Decía que me gusta llevar el pelo largo. Sin embargo,
echo mucho de menos a mi peluquero.
De crío odiaba a los barberos. La peluquería era
para mí un antro de aburrimiento infinito. Había que esperar durante horas
antes de que repararan en ti, y cuando por fin el barbero se dignaba dedicarte su
atención, el servicio se convertía en un suplicio insoportable. Además de la
inmovilidad forzosa, estaba el pánico a perder una oreja, lo que ha constituido
la amenazada tradicional de todos los peluqueros desde aquellos «tonsores» que rapaban a los romanos. De hecho, hubo en mi
infancia cierto peluquero que muy cerca estuvo de consumar mi desorejamiento.
Juro que yo no me había movido ni un milímetro, pero aun así mi oreja acabó con
un fragmento desgajado mientras yo sangraba profusamente por la herida (todavía
conservo la cicatriz, por si alguien pone en duda mi palabra). Pero no necesito
recurrir a ese recuerdo sangriento y traumático para rememorar mi aversión
infantil por los barberos. Me basta con recordar el aburrimiento mortal del proceso
y el escozor cutáneo con el que se consumaba, sobre todo por la parte posterior
del pescuezo, cuando el barbero te «hacía
el cuello» tras obligarte a mantener la barbilla clavada en el
pecho durante un lapso de tiempo interminable. Y aquella manía de preguntarte
si te gustaba el fútbol, y su cara de lástima cuando le contestabas que no,
como si estuviera pensando «este crío es tonto». Y luego
te mirabas al espejo y apenas lograbas reconocerte en ese bobalicón pelicorto
que provocaba la aprobación de su madre y las dolorosas collejas de sus
compañeros de clase. Y por último a esperar a que la naturaleza hiciera su
trabajo y te devolviera un aspecto más acorde con los cánones estéticos de la
época (Los Diablos, Fórmula V, Rumba 3), aunque ello conduciría indefectiblemente
a una nueva visita forzosa a la peluquería, el círculo infernal al que éramos
sometidos todos los niños del tardofranquismo.
Pero todo eso era hace mucho tiempo, en la infancia.
Porque más tarde descubrí que ir a la peluquería no tiene por qué ser una
obligación ingrata. El cambio lo desencadenó mi actual peluquero, que si la
memoria no me falla lo ha sido durante los últimos 25 años. Con él descubrí que
un buen barbero es también un cómplice, un confidente y hasta un terapeuta.
Cómplice porque siempre aprueba tus opiniones y te muestra su adhesión sin
fisuras, ya sean sobre política o sobre la vida en general. Confidente porque
el sillón de la peluquería tiene algo de confesionario, y sin darse cuenta uno
empieza a soltar todo lo que le ronda por la cabeza, hipnotizado tal vez por el
chaschás de las tijeras y por la caricia del peine. Y también psicoanalista, lo
que está íntimamente unido al asunto de las confidencias. A fin de cuentas, mientras
te miras a los ojos en el gran espejo de la peluquería, tienes la sensación de
estar entablando un soliloquio contigo mismo, por lo que el corte de pelo tiene
tanto de costumbre cosmética como de terapia introspectiva.
Estoy convencido de que un peluquero ha de ser
también un amigo. Al menos, con el tiempo se convierte en tal, pues no en vano
uno deja a su merced algunas de las partes más vulnerables de su anatomía. Y si
ese proceso de amistad y confianza crecientes no se da, lo mejor es cambiar de
barbero. Lo comprobé en una ocasión, la única en que he traicionado a mi peluquero
de tantos años, y no por decisión propia, sino porque él estaba de vacaciones.
El caso es que elegí una peluquería al azar para salir del trance. Y fue
horrible. Y no es que el tipo aquel me cortara el pelo mal del todo, sino porque
su conversación resultó ser una retahíla de las afirmaciones más fascistas y
xenófobas que he oído fuera de un debate de Intereconomía. «¿Qué hago?», me dije al darme cuenta de que estaba en manos de
un psicópata o de un miembro del Ku Klus Klan. «¿Le
llevo la contraria?» En otras circunstancias es lo que habría hecho, y
muy airadamente. Pero al constatar las tijeras y la navaja revoloteando el
torno a mi cuello, decidí dejarlo correr. Y (para mi vergüenza) creo que en
algún momento hasta le di la razón. Qué diferencia con las suaves maneras y las
inofensivas opiniones de mi peluquero de toda la vida, a quien ni siquiera le
gusta el fútbol, y en cuyas manos pongo sin dudarlo mi carótida, mis dos orejas
y hasta mis pensamientos más profundos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/11/2013
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