El pasado
fin de semana acudí a la Feria del Libro de Madrid para firmar mi última
novela. Es la tercera vez que lo hago y, al igual que en las ocasiones
anteriores, me resulta imposible decidir si lo pasé bien o mal, si la
experiencia resultó gratificante o desdichada. Tal vez el motivo de mi
desconcierto sea la avalancha de sentimientos contradictorios que uno
experimenta en las dos horas escasas que pasa allí plantado, sentimientos que
oscilan entre el tormento y el éxtasis, y que incluyen todos los estados de
ánimo intermedios.
Puesto
que uno es un chico de provincias y no acaba de habituarse a las vastedades
capitalinas, llegué con el tiempo muy justo. El día era plomizo y la mañana
anterior había llovido con fuerza, por lo que me predispuse para lo peor. En la
caseta de mi editorial fueron muy amables. Me dieron una banqueta y una botellita
de agua, y me colocaron detrás de una pila enorme de ejemplares de mi novela.
Aquello parecía una barricada, y por un instante llegué a ilusionarme con la
idea de que aquel muro de papel estaba allí para mi protección, para
salvaguardarme de la avalancha de lectores que se disponían a abalanzarse sobre
mí para hacerse con mi preciado autógrafo. Y lo cierto es que la cosa no empezó
mal. Se acercaron dos señoras de Alcázar de San Juan, profesoras ellas, que
habían oído mi nombre por megafonía. Ambas habían estado trabajando en sus
clases con una de mis novelas juveniles y tenían curiosidad por ver cómo me lo
montaba escribiendo para adultos. Henchido de optimismo, me preparé para agotar
la tinta de los dos bolígrafos que había traído. El público de la Feria se
hacía cada vez más denso a pesar de que el día continuaba gris, y lo que
transitaba por el paseo del Retiro empezaba a parecerse a una multitud, pero
transcurrió más de un cuarto de hora sin que yo me comiera una rosca. La
compasiva señorita de la caseta me ofreció un café que rehusé cortésmente.
Algunas personas se acercaban, miraban el cartel que me anunciaba y luego me
miraban a mí, pero el libro no parecía despertar su atención. Se acercó un
caballero que tomó un ejemplar y lo abrió por la primera página (que está en
blanco), luego miró la página del título y el índice, y por último la última
página (que está en blanco también). Pero nada de lo que vio pareció
complacerle, porque que dejó el libro como si le produjera alergia y se fue
pitando. Por fin llegó una joven y me espetó que si me importaba responder una
pregunta. “¡Una fan!”, me regocijé. Pero lo que me preguntó fue si yo tenía un
hermano abogado, porque conocía un abogado que también se apellidaba Cebrián y
se me parecía mucho. A unos metros a mi derecha, en la misma caseta, una autora
argentina firmaba con regularidad ejemplares de su librito infantil. “Vine de
la Patagonia exclusivamente para vos”, le iba soltando la muy caradura a cada
niño. Encima, le habían puesto delante a una chica con una careta de perro que confeccionaba
globos en forma de animales. Así cualquiera. Ojalá me hubieran puesto a mí también
un tipo disfrazado, aunque fuera de payaso. Cuando ya empezaba a perder la
esperanza, un joven se acercó, compró mi libro y me pidió una dedicatoria. “Es
para mi padre, le encanta la novela histórica. Y tengo comprobado que los
mejores libros están en las casetas que no tienen cola delante”. “Que Dios les
bendiga a usted y a su padre”, pensé.
Finalmente
me las arreglé para colocar otros cinco ejemplares por el procedimiento del
vendedor del mercadillo, es decir, alabándoles a los curiosos las excelencias
de mi mercancía. “Verán, la novela contiene una doble trama. Una transcurre en
la actualidad y otra en el Siglo de Oro. Es muy entretenida. Tal y cual.” Me
faltó decirles que venía con unas bragas a juego de regalo. En fin, nunca está
de más que a uno lo vean voluntarioso.
Terminada
mi poco airosa sesión de firmas, salí corriendo para intentar conseguir la
dedicatoria de Antonio Muñoz Molina, que firmaba en la caseta 52. La cola era
larga y ni siquiera me permitieron colocarme al final. “Ya no va a firmar más”.
En mi camino de vuelta, me fijé en otros escritores célebres apostados en otras
casetas. Ana Duato, María Teresa Campos, Alfonso Guerra y Moncho Borrajo se
hinchaban a firmar, entre otras glorias de las letras nacionales.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/6/2013
2 comentarios:
¡genial!
Siento la ¿mala experiencia?, pero me agrada la crítica que haces de los gustos literarios actuales.
Viernes Venti-Ocho de Junio XX-xiii
Cebrian...
Que pasote!! Me has echo reir en "un dia de lluvia!! Lo importante es "la naturaleza con -que expones tus fenomenos y por supuesto -las ganas... lo has hecho con "gran elocuencia y una buena dosis de -humildad que generamente es lo que todos -necesitamos en este -mundo tan grande donde ya ni cabemos, ni tampoco nos aceptamos... no queria decir ni pio pero me deje excluir en "tu concurrido gentio... habra que leerte que no es para -ponerse chaqueta de fuerza...
Un abrazo!!
Feliz Verano!!
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