Parece que la Comisión Europea está dispuesta que proscribir esas
tarifas abusivas que nos cobran las operadoras por el roaming o itinerancia,
que como sabrán consiste en usar el móvil en el extranjero. El objetivo es que
podamos utilizar nuestro móvil en cualquier país de la UE con la misma
tranquilidad que en el nuestro, tanto para voz como para datos. Llamar a casa
desde otro país ya salía caro, pero conectarse a internet era una auténtica
temeridad. Sin embargo, hemos llegado a ser tan dependientes del móvil que
resultaba difícil evitarlo. Confieso que yo mismo, en mis últimos viajes, he
recorrido esas calles foráneas ojo avizor en busca de letreritos que anunciaran
wi-fis gratis. A veces bastaba con colocarte en la puerta del local para
conectarse. Otras veces me he visto obligado a abonar una consumición con tal
de poder justificar mi presencia en el Starbucks o el McDonald’s de turno (para
más escarnio, el reclamo de la wi-fi gratis suelen ofrecerlo precisamente los
establecimientos que más detesto). Ahora, la Comisión Europea parece dispuesta
a ahorrarnos sustos en los recibos del móvil, pero también cafés aguchirlosos
de nombres imposibles y hamburguesas resecas de origen poco claro, lo que
representaba un saludable y nada desdeñable efecto colateral.
Pero hubo un tiempo anterior a las wi-fis, a los smartphones y a
internet. A muchos nos resulta difícil concebirlo ahora, pero esos tiempos
existieron. Y entonces el concepto de viaje era distinto del que tenemos hoy.
Por aquellos días viajar representaba alejarse en un doble sentido, puesto que
era a la vez un desplazamiento físico y un alejamiento mental. Nos hallábamos
lejos y a la vez nos sentíamos lejos. Y eso estaba bien, porque en buena medida
viajar consiste en romper lazos, en dejar atrás el que somos cada día y darnos
la oportunidad de ser alguien distinto. Recuerdo un viaje que hice hace años al
norte de Grecia, donde uno encuentra muy pocos turistas españoles. Paseando por
las calles de Tesalónika, tan parecidas a las de muchas ciudades españolas,
llegué a sentir que mi personalidad se había diluido y que acababa de
sumergirme en una existencia alternativa. Externamente en nada se distingue un
griego de un español. Bastaba con dejar la mochila de turista en el hotel y
caminar por ahí como si uno supiera adónde iba. Si no abrías la boca, el
disfraz era perfecto. La masa te abrazaba y en cierto instante comprendías que
habías pasado a formar parte de ella. Ya no te singularizaba el hecho de ser un
visitante, un extraño. Eras simplemente uno más. Me imagino que si hoy volviera
a recorrer las calles de Tesalónika, lo haría pendiente de los carteles de
Starbucks y de MacDonald’s, ansioso por conectarme a sus malditas wi-fis para
poder mandarles un whasapp a los amigos o averiguar lo que se cuece en el Facebook.
Antes de internet, los avances científicos y tecnológicos siempre
representaban un paso adelante. Con la red global y las nuevas tecnologías más
bien hemos retrocedido. Hemos regresado a la infancia. Nos hemos vuelto niños
que se entretienen con asuntos triviales y cotilleos, incapaces de romper el
cordón umbilical que nos une a nuestros hogares, a nuestro entorno más cercano.
Antes de internet teníamos que aprender a estar solos y a valernos por nuestros
propios medios. Ahora la red nos ofrece esa sensación de estar siempre en
compañía, una sensación que es consoladora y nociva a la vez, porque no es
posible madurar sin aprender antes el arte de la soledad.
¿Hacia dónde se encamina nuestra especie? ¿Tal vez hacia una segunda
infancia? Me gustaría pensar que todo este asunto de las redes sociales no es
más que una moda pasajera, y que aprenderemos a usar la red de maneras más
racionales y creativas. Pero los síntomas son alarmantes. Los veo en mis
alumnos cada día, pero también los detecto en mí mismo. Conforme la red avanza,
la vida retrocede. La banalidad gana por goleada. La estupidez se apodera de la
escena. En fin, que quizás no sea tan buena idea que la Comisión Europea
elimine el dichoso roaming.
Por cierto que acabo de hacer un gran descubrimiento. El otro día estaba
sentado en una terraza de mi calle, contrariado porque no tenían wi-fi para
poder acceder a internet con mi smartphone. Y entonces descubrí que desde allí
se captaba perfectamente la señal de mi propio router y que podía conectarme sin
problemas. Y era como estar en casa: una auténtica gozada.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 7/5/2013
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