A la villa conquense de Alarcón le sobran motivos
para atraer a los visitantes. Con una población estable de apenas 150
habitantes, puede vanagloriarse de poseer un soberbio castillo medieval convertido
en parador de turismo, murallas y fortificaciones que ríanse ustedes de Juego de Tronos, cuatro iglesias (una de
ellas magnífica), un gran pantano que en estos días más bien se asemeja a un
pequeño mar, y un entorno natural que parece salido directamente de una égloga
renacentista. Fue plaza fuerte en la Edad Media, y sus tierras eran tan
extensas que incluían el actual término municipal de Albacete. Luego se
completó la Reconquista y Alarcón, con su fortaleza, sus iglesias, sus casas
señoriales y su orgullo guerrero, entró en declive. Un pueblo castellano más de
los muchos condenados a quedar despoblados y desaparecer de los mapas. Uno de
esos lugares donde apenas pasa nada.
Pero en el año 1994 en Alarcón volvió a ocurrir algo
importante. Comenzó de un modo banal, como tantas cosas que están llamadas a
ser grandes. Un niño toma la primera comunión y entre los invitados hay un
joven conquense de 23 años llamado Jesús Mateo. El muchacho acaba de terminar
la carrera de Bellas Artes y, como tantos otros jóvenes recién licenciados,
cabe suponer que no sabe muy bien qué hacer con su vida. Al entablar
conversación con el párroco, este menciona que una de las iglesias del pueblo,
la de San Juan Bautista, ha sido desacralizada porque la diezmada grey de la localidad
no da para tanto templo. Luego se ofrece a enseñarles el edificio a Jesús y a
otros invitados. El joven artista penetra en el sombrío recinto acompañado del
párroco y contempla los muros recién enjalbegados. Y lo que ve allí no es otra
cosa que un gigantesco lienzo. Jesús Mateo no está mirando con los ojos de un
ciudadano de finales del siglo XX, sino con los de un pintor italiano del Cinquecento.
Y por suerte para Alarcón y para el arte de la pintura, el joven posee un
talento y tesón equiparables a los de cualquier antiguo maestro florentino.
Jesús quiere cubrir los muros y la bóveda con una
gran pintura contemporánea de contenido religioso y alegórico, y el cura del pueblo
se queda deslumbrado con el proyecto. El pintor presenta sus bocetos y
comienzan a tramitarse los permisos. Al principio la jerarquía eclesiástica se
muestra reticente, pero finalmente monseñor Guerra Campos da el visto bueno
(hasta las bestias pardas tienen sus momentos de iluminación) y el artista pone
manos a la obra. Los dos primeros años son durísimos. El ábside y dos paños de
muro se terminan con grandes penalidades, pero el proyecto entra en punto
muerto debido a las dificultades económicas y al desánimo del pintor, que se
encuentra varado en una profunda crisis creativa. Y entonces ocurre el milagro,
pues no en vano estamos hablando de una iglesia, es decir, un lugar sagrado.
Federico Mayor Zaragoza entra en escena y el proyecto recibe el patrocinio de
la UNESCO. Y a partir de ese momento todas las puertas se abren. Personalidades
de la talla de Ernesto Sábato, José Saramago y Fernando Arrabal apoyan la
empresa, que aun así tarda otros seis años en completarse. El edificio se
repara y rehabilita, y en noviembre del año 2002 Jesús Mateo da las últimas
pinceladas.
El fin de semana pasado visité Alarcón. Nos acompañó
el guía del lugar, Jesús María Mallor, que se reveló como una fuente inagotable
de información y de entusiasmo por su tierra. Confieso que penetré en la
iglesia preparado para sufrir una cierta decepción, como siempre que visito un
lugar al que llevaba tiempo deseando ir. La iluminación era tenue y los muros
hacían reverberar la voz de nuestro guía. El mundo exterior había quedado
abolido, y el recinto tenía algo de caverna prehistórica. Y entonces mis ojos
se habituaron a la oscuridad y empezaron a surgir las pinturas.
Había formas animales y formas humanas, había
ángeles y demonios, había seres de aspecto orgánico y estampa alienígena, seres
como los que debieron surgir del mar primordial en los primeros días de la Creación,
había espirales de gas, nebulosas, constelaciones, había una explosión de
rojos, ocres y amarillos. Había una fuerza que solo puede brotar del genio y de
la inspiración más sublime. Allí estaban Picasso y Miró, pero también El Bosco
y Brueghel. Allí estaba también el primer hombre que hundió sus dedos en la
sangre de un animal para pintar con ella los muros de su caverna.
Salí de la iglesia. La luz del exterior me hizo parpadear y el mundo real comenzó a resurgir a mi alrededor. Tuve la sensación de que acababa de regresar de un viaje muy largo. Estoy seguro de que los críticos de arte pondrán sus reparos, pero no cabe duda de que la villa de Alarcón, entre sus varios tesoros, esconde uno muy singular: la obra de un joven maestro llamado Jesús Mateo.
Salí de la iglesia. La luz del exterior me hizo parpadear y el mundo real comenzó a resurgir a mi alrededor. Tuve la sensación de que acababa de regresar de un viaje muy largo. Estoy seguro de que los críticos de arte pondrán sus reparos, pero no cabe duda de que la villa de Alarcón, entre sus varios tesoros, esconde uno muy singular: la obra de un joven maestro llamado Jesús Mateo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 31/5/2013
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