La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 24 de mayo de 2013

Cosas de chinos


Cuenta Cervantes en la segunda parte del Quijote que acaba de recibir una carta del emperador de la China, y que en ella el soberano le pide que se desplace hasta su imperio para ser rector en un colegio donde se enseñará la lengua castellana. Ya ven que las relaciones con China y con Oriente vienen de antiguo. Pero yo quiero referirme a los últimos tres o cuatro decenios, que ha sido de verdad cuando las cosas de los chinos se han infiltrado en nuestra cultura. Aclaro que uso el adjetivo «chino» en su sentido más amplio de «asiático», y ruego que no se me sulfuren los bienhablantes.
Exceptuando las sombras chinescas que todos hemos hecho de niños, tengo la sensación de que el primer desembarco de lo chino fue a través de las artes marciales. Inolvidables aquellas sesiones matinales del cine Astoria con su programa doble: El luchador manco y Karate a muerte en Bankok, pongamos por caso. Y luego el batallón de niños salíamos del cine dándonos patadas y trompazos, acompañados de grititos en falsete al mejor estilo de Bruce Lee. Después descubriríamos el kung-fu gracias a la serie homónima, la Kwai Chang Key (también conocido como el «pequeño saltamontes»), que tocaba la flauta y hacía unas cosas muy raras con las manos que pronto aprendimos a imitar. Y por último vendría La frontera azul, que era el río Liang Shan Po, nombre con el que se acabarían conociendo los barrios marginales de muchas ciudades. A mí de todo aquello me quedó un conato de fractura de cráneo que me infligí con unos nunchakus caseros confeccionados con dos mangos de martillo y un trozo de cadena, todo ello comprado en La Labradora.
La siguiente cabeza de puente la plantaron los restaurantes chinos. Recuerdo que en los primeros días entrábamos en ellos con una mezcla de temor y maravilla, sintiéndonos un poco como Marco Polo en la corte de Kublai Khan. Lo difícil era entenderse con los camareros. A uno nunca le quedaba muy claro si le iban a servir un cerdo agridulce o una tapa de oso panda con brotes de bambú. También resultaba bastante raro aquello de que no pusieran pan. Y pronto empezó a circular la leyenda negra de que era imposible encontrar gatos callejeros cerca de un restaurante chino, y aquella infamia de que jamás se había visto a un chino sacar la basura.
En los noventa el imperio oriental estaba firmemente asentado entre nosotros, como demostró el propio Felipe González al enseñarnos su colección de bonsáis. De hecho un compañero de piso que tuve dominaba el arte del bonsái, que como saben es el equivalente japonés y vegetal de la tortura china. Ya metidos en harina japonesa (componente esencial de la tempura) recordaré el lugar común de que los funcionarios españoles, a falta de nada mejor que hacer, practican desde antiguo el arte del origami. Les doy mi palabra de funcionario de que esto es una vil patraña. Lo que sí es cierto es que desde hace unos años a los poetas de Albacete les ha dado por cultivar el haiku, estrofa japonesa que de puro breve casi no llega ni a estrofa, y en la que aparecen muchos gorriones y mariposas y hojas que caen. Las últimas noticias son que esta ciudad ha batido el récord de «haijines» por kilómetro cuadrado, seguida a mucha distancia por Kioto. Por mi parte, diré que el haiku lo he cultivado poco porque carezco de la imprescindible vena zen. Sin embargo, me confieso un devoto lector de Haruki Murakami.
Del manga y el anime no voy a hablar porque no pasé de Mazinger Z, y gracias. El sushi lo he probado pero prefiero de largo las sardinas a la brasa. Lo que sí voy a mencionar, como colofón, es la última oleada de cosas de chinos que ha llegado a mi vida, y lo ha hecho a través de mi amiga, muy aficionada ella a estos asuntos orientales. En su casa hay varias imágenes de Buda y nunca falta una varita de humeante incienso. Cada vez que me quejo de que algo me duele, ella me somete a una sesión de reiki y me gruñe porque afirma que mis chakras están cerrados (bastante culpa tendré yo, que ni siquiera sé lo que es un chakra, y mucho menos cómo se abre). También me riñe porque dejo los zapatos debajo de la cama y la tapa del váter levantada. «Es fatal para el feng sui», me explica. Y yo que pensaba que era solamente una guarrada.

Pero la puntilla me la dio hace poco mi propia madre al comunicarme que se ha buscado un chino para que le practique la acupuntura. Fue oír eso y volverme hacia un espejo para mirarme. Y sí, sin lugar a dudas se me está achinando el careto. ¿O será por el hígado?

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 24/5/2013

viernes, 17 de mayo de 2013

Viagra y bromuro




Curioseando por internet recalo en la página www.naukas.com, una web de divulgación tecnológica y científica con su punto de humor. Allí leo un excelente artículo firmado por José Ramón Alonso cuyo título es «El ácido nítrico, la viagra y la charla más famosa de la historia». La charla a la que se hace referencia la impartió el neurofisiólogo británico James Bridley en el 78º Congreso de la Asociación de Urólogos Americanos, que se celebró en Las Vegas en 1983. Versaba sobre «la terapia vasoactiva en la disfunción eréctil». No se sabe muy bien si la intención del profesor Bridley era llamar la atención de sus colegas a toda costa o si el hecho de que el congreso tuviera lugar en Las Vegas (capital del desmadre por excelencia) tuvo algo que ver. Lo cierto es que en aquella ocasión no se cumplió el famoso dicho de que «lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas». El hombre se presentó a dar la charla en chándal, lo que ya resultaba llamativo de por sí. Luego, mientras glosaba las propiedades de ciertas sustancias como remedio para la impotencia, fue mostrando diapositivas de penes en distintos grados de erección. Pero lo que acaparó de inmediato la atención de sus colegas fue la revelación de que, en realidad, se trataba de imágenes del su propio apéndice, ya que él mismo se había usado como conejillo de indias. «Claro que estas fotos podrían haber sido tomadas en estado de excitación erótica», reconoció Bridley. Y continuó: «Teniendo en cuenta que nada hay menos erótico que el hecho de estar hablando ante ustedes, les ruego se sirvan comprobar con sus propios ojos la eficacia del compuesto que me he inyectado poco antes de venir aquí». Y procedió entonces a bajarse los pantalones del chándal hasta los tobillos. «Observen, observen el grado de tumescencia que he alcanzado», proclamó mientras descendía del escenario y paseaba su miembro desnudo y rígido ante las narices de sus distinguidos colegas y de algunas de sus esposas. Y así, entre gritos de horror y expresiones de pasmo, fue como concluyó la célebre ponencia.
Trece años después sería la multinacional farmacéutica Pfizer la que se llevaría el gato al agua al patentar el sildenafilo, el primer remedio efectivo y práctico para la disfunción eréctil, que se comercializaría con el nombre de Viagra. A diferencia del compuesto de Bridley, la Viagra se administra por vía oral, lo que resulta mucho menos engorroso que ponerse una inyección en el pene. De hecho, creo que muchos varones optarían por la castidad antes que someterse a semejante trance. Pero fueron los pioneros como James Bradley los que abrieron el camino que conduciría al sexo «postpitopáusico», mejorando de ese modo la calidad de vida de muchas parejas crepusculares y el ego de más de un donjuán venidos a menos.
Conviene recordar, no obstante, que a veces el resultado apetecido es el contrario. Es decir, la investigación farmacológica se ha ocupado también de buscar compuestos «anafrodisiacos», que son aquellos que inhiben el apetito sexual del varón en lugar de estimularlo. La idea es recurrir a métodos inocuos y reversibles, nada que ver con la cirugía barbera que se usaba con aquellos célebres castrati del Barroco. Ni siquiera con el dichoso bromuro que, según la creencia popular, se administraba a mansalva en seminarios y cuarteles.
El hecho es que han trascendido ciertos documentos clasificados en los que se hace referencia a un proyecto denominado «Urano» (el dios griego que fue castrado por su propio hijo). El proyecto «Urano» parece involucrar a altas instancias de los ministerios de Trabajo, Salud y de Educación, con el objetivo final de lograr que disminuya el impulso sexual de los jóvenes españoles, tanto entre los estudiantes como entre aquellos que buscan su primer empleo. Las cifras de fracaso escolar y de desempleo juvenil son aplastantes y reveladoras, y existen estudios que demuestran la incidencia de los bajos instintos en todo ello. No en vano los jóvenes españoles parecen dedicar mucho más tiempo y esfuerzo a satisfacer sus urgencias eróticas que al estudio o a la búsqueda tenaz de empleo. Las chicas, por su parte, también saldrían beneficiadas al librarse del acoso constante de tanto moscón revoloteando a su alrededor. Como saludable efecto colateral, el apaciguamiento de los machos jóvenes supondría un freno notable a los embarazos no deseados y a las ETS (enfermedades de transmisión sexual). No existe constancia de que el Opus Dei y la Conferencia Episcopal anden implicados en el asunto, aunque no se descarta tal extremo.
E se non è vero, è ben trovato, qué caramba.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/5/2013

viernes, 10 de mayo de 2013

El tiempo y John Harrison



Una de las historias más fascinantes que he oído es la del relojero inglés John Harrison, que vivió allá por el siglo XVIII. Supe de este personaje durante una visita al Observatorio Real de Greenwich, a las afueras de Londres, un lugar emblemático por la trascendencia de los hallazgos astronómicos y geográficos que allí se realizaron. En una de sus salas se conserva una colección de relojes antiguos que no suelen despertar la curiosidad del visitante. En otras circunstancias seguramente no me habría quedado a escuchar las explicaciones del guía. Pero hacía un día de perros en Londres, con viento y nieve, y el observatorio se me figuraba más un refugio que un museo. Así fue como supe de los logros de míster Harrison, quien viene a ser a la medición del tiempo lo que su contemporáneo Newton es a la física. Veamos por qué.
John Harrison vivió en una época de exploradores y navegantes. El comercio con Oriente y con Las Indias movía fortunas inmensas, y la flota de Su Majestad necesitaba métodos de navegación más fiables que el sextante y la observación del sol y los astros. Los marinos tenían que conocer su posición en cada momento. De otro modo no era posible asegurar la seguridad de las tripulaciones y mercancías ni trazar cartas de navegación precisas. Para los navegantes de la época era sencillo calcular la latitud. Pero para determinar la posición de un navío son necesarias dos coordenadas, y el cálculo de la longitud representaba un grave problema. Recordemos que la longitud es la distancia al meridiano de Greenwich, una línea imaginaria que se trazó en el Real Observatorio, como no podía ser de otro modo. El globo terráqueo se comporta como un reloj que emplea 24 horas en completar un giro. Una hora de menos (hacia el oeste) o de más (hacia el este) significa que se han recorrido 15 grados de la circunferencia de la Tierra. Si se contaba con un reloj preciso, un reloj capaz de marcar al segundo la hora de Londres, era posible establecer la longitud a partir de la diferencia horaria en cada lugar de globo. El Parlamento ofreció una recompensa de 20.000 libras (unos 3 millones de euros de la actualidad) a quien fuera capaz de inventar dicho instrumento para la Corona. Fue entonces cuando John Harrison decidió dejar su oficio de toda la vida, el de carpintero, y dedicarse a fabricar relojes.
Los relojes más precisos que existían en la época eran los de péndulo. Sin embargo, la oscilación de un péndulo varía en función de los cambios de temperatura. El cabeceo de los barcos también afectaba al movimiento del péndulo impidiendo su regularidad. El primer reloj de Harrison (el H-1) incorporaba un mecanismo de balanceo por contrapesos que sustituía al péndulo y no se veía afectado por el movimiento del buque en alta mar. El problema de la dilatación y la contracción lo solucionó alternando varillas hechas de distintos metales. Los siguientes prototipos de Harrison sustituyeron el péndulo por un resorte en espiral parecido al de los relojes modernos. El problema de los cambios de temperatura se solventó con un dispositivo que de hecho constituye el primer termostato de la historia.
Harrison dedicó cuarenta años de su vida a perfeccionar su reloj marítimo. El H-5 llegó a funcionar con una exactitud de un cuarto de segundo al día. Por desgracia, murió sin que su invento llegara a ser usado por los navegantes. El tamaño del último cronómetro de Harrison no era mayor que el de un platillo de café, pero el precio de su fabricación lo hacía prohibitivo. Durante un tiempo se siguieron usando los sextantes y las cartas astronómicas. Pero cuando el capitán Cook cartografió la costa norte de Australia, su buque ya contaba con una réplica del H-5.
¿Llegó Harrison a cobrar la recompensa del Parlamento? Sí lo hizo, aunque a regañadientes, y para ello tuvo que intervenir el mismísimo rey Jorge III. Conforme se acercaba a la solución final del problema, sus enemigos se multiplicaban. Ya lo dijo su contemporáneo Jonathan Swift: «Cuando aparece un auténtico genio en el mundo, podéis reconocerlo por este signo: todos los necios se confabulan contra él».
Y esta fue la historia que oí en la voz quebradiza de un anciano guía, en el Observatorio Real de Greenwich. Doscientos cincuenta años después, los relojes del carpintero John Harrison persistían en sus tictacs y oscilaciones, marcando con precisión la hora del siglo XVIII. Afuera, la nieve se depositaba quedamente, como si el tiempo se hubiera detenido en su memoria.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/5/2013

viernes, 3 de mayo de 2013

Saltos



Ahora triunfa cierto programa en el que unos famosos practican el salto de trampolín. Tan de moda está que juraría que lo he visto en dos versiones distintas de dos cadenas rivales. Me resulta difícil comprender la predilección del espectador medio por tan deplorable espectáculo. Ni siquiera conozco al espectador medio, pero debe de tratarse de una persona de notable influencia, porque él solito se las compone para convertir un simple bodrio en un éxito masivo. Si quienes saltaran desde el trampolín fuesen campeones olímpicos el asunto sería más fácil de comprender. Pero mucho me temo que los motivos que empujan al dichoso espectador a ver determinados programas e ignorar otros no tienen mucho que ver con la razón ni con el sentido común. Si hacemos un poco de memoria televisiva, no es difícil recordar programas que han utilizado una fórmula parecida. El primero fue quizás aquel especial que hacían en Nochebuena en el que las estrellas de la tele aparecían cantando y bailando, o simplemente haciendo el indio. Luego comenzamos a ver a los famosos como concursantes, a veces formando pareja con un ciudadano anónimo, y con frecuencia haciendo el ridículo. Pero el antecedente más directo de esta cosa del trampolín quizás sea aquel reality en el que una serie de personajes populares eran abandonados en una isla tropical y tenían que buscarse allí la vida. Se trataba de una especie de Gran Hermano del famoseo más cutre y casposo. Baste con decir que uno de los momentos culminantes del show fue la retransmisión de un ataque de ácido úrico del infame Paquirrín. En la misma tónica, lo que menos importa en el programa de los saltos de trampolín son los saltos en sí, sino todo lo que precede al salto. Me refiero al aparente calvario que los concursantes han de pasar antes de lograr algo parecido a un salto decente. De hecho, el grueso del programa está compuesto por imágenes de los entrenamientos en las que vemos al famoso en sus momentos más comprometidos y humillantes, aquellos que normalmente una persona normal trataría de esconder a toda costa. Los vemos muertos de miedo. Los vemos ejecutar saltos grotescos que culminan en costaladas absolutamente vergonzantes. Asistimos a sus ataques de ansiedad, a sus lesiones y a sus sesiones de fisioterapia. Por último, el presentador (con una pluma de aquí te espero) presenta el salto propiamente dicho. Ese es el momento culminante del espectáculo, el momento en que el televidente ruega para que el famoso haga el ridículo o se meta el castañazo del siglo.
Una vez analizados todos estos componentes, he llegado a la conclusión de que el éxito del programa estriba precisamente en eso, en la esperanza de ver al famoso vejado, humillado o aplastado contra el agua tras una caída de varios metros. Si los concursantes fueran ciudadanos anónimos, la cosa no tendría la menor gracia. Pero al tratarse de rostros familiares, de personas conocidas, el morbo está servido. De algún modo, es como si quien se precipita al vacío fuera ese vecino a quien tanta manía le tenemos, el que aparca su Audi junto a nuestro modesto utilitario y nunca saluda en el ascensor, o el cuñado que nos amarga las cenas navideñas contándonos lo bien que le van las cosas, o el compañero de trabajo que todas las vacaciones viaja a algún destino exótico y luego nos da la tabarra con las fotos y las anécdotas de sus aventuras. La gente disfruta viendo cómo esos famosos se despeñan porque cumplen la función de chivos expiatorios. Cuando los vemos sufrir y lesionarse, percibimos armonía y orden en el universo, pues lo justo es que todo idiota reciba su castigo. Claro está que cobran sus buenos billetes por ello, pero hacen su papel.
Y ya puestos, lo que revolucionaría completamente el género de los reality sería que el famoso lanzado desde el trampolín no perteneciera al mundo del espectáculo, sino al ámbito de la política. ¿Se imaginan el inenarrable placer de ver a Rajoy, a de Guindos o a Montoro tratando de hacer el salto del ángel desde la palanca de diez metros? Qué estimulante y perturbador resultaría ver a la señora de Cospedal pegarse el gran batacazo con sus turgentes carnes embutidas en un bañador de licra. ¿Y qué tal una versión local del show en la que los saltadores fuesen la señora alcaldesa y su equipo de gobierno? La ex concejala de Los Yébenes, convertida en famosa por su vídeo onanista, ya ha tomado la delantera. Dejo la idea sobre la mesa por si algún productor avispado quiere aprovecharla. Como no soy partidario de los excesos, espero que no se les ocurra suprimir el agua de la piscina.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/5/2013