Cuenta Cervantes en la segunda parte del Quijote que acaba de recibir una carta
del emperador de la China, y que en ella el soberano le pide que se desplace
hasta su imperio para ser rector en un colegio donde se enseñará la lengua
castellana. Ya ven que las relaciones con China y con Oriente vienen de
antiguo. Pero yo quiero referirme a los últimos tres o cuatro decenios, que ha
sido de verdad cuando las cosas de los chinos se han infiltrado en nuestra cultura.
Aclaro que uso el adjetivo «chino» en su sentido más amplio de «asiático», y
ruego que no se me sulfuren los bienhablantes.
Exceptuando las sombras chinescas que todos hemos
hecho de niños, tengo la sensación de que el primer desembarco de lo chino fue
a través de las artes marciales. Inolvidables aquellas sesiones matinales del
cine Astoria con su programa doble: El
luchador manco y Karate a muerte en
Bankok, pongamos por caso. Y luego el batallón de niños salíamos del cine
dándonos patadas y trompazos, acompañados de grititos en falsete al mejor
estilo de Bruce Lee. Después descubriríamos el kung-fu gracias a la serie
homónima, la Kwai Chang Key (también conocido como el «pequeño saltamontes»), que
tocaba la flauta y hacía unas cosas muy raras con las manos que pronto
aprendimos a imitar. Y por último vendría La
frontera azul, que era el río Liang Shan Po, nombre con el que se acabarían
conociendo los barrios marginales de muchas ciudades. A mí de todo aquello me
quedó un conato de fractura de cráneo que me infligí con unos nunchakus caseros
confeccionados con dos mangos de martillo y un trozo de cadena, todo ello
comprado en La Labradora.
La siguiente cabeza de puente la plantaron los restaurantes
chinos. Recuerdo que en los primeros días entrábamos en ellos con una mezcla de
temor y maravilla, sintiéndonos un poco como Marco Polo en la corte de Kublai
Khan. Lo difícil era entenderse con los camareros. A uno nunca le quedaba muy
claro si le iban a servir un cerdo agridulce o una tapa de oso panda con brotes
de bambú. También resultaba bastante raro aquello de que no pusieran pan. Y
pronto empezó a circular la leyenda negra de que era imposible encontrar gatos
callejeros cerca de un restaurante chino, y aquella infamia de que jamás se
había visto a un chino sacar la basura.
En los noventa el imperio oriental estaba firmemente
asentado entre nosotros, como demostró el propio Felipe González al enseñarnos
su colección de bonsáis. De hecho un compañero de piso que tuve dominaba el
arte del bonsái, que como saben es el equivalente japonés y vegetal de la
tortura china. Ya metidos en harina japonesa (componente esencial de la
tempura) recordaré el lugar común de que los funcionarios españoles, a falta de
nada mejor que hacer, practican desde antiguo el arte del origami. Les doy mi
palabra de funcionario de que esto es una vil patraña. Lo que sí es cierto es
que desde hace unos años a los poetas de Albacete les ha dado por cultivar el
haiku, estrofa japonesa que de puro breve casi no llega ni a estrofa, y en la
que aparecen muchos gorriones y mariposas y hojas que caen. Las últimas
noticias son que esta ciudad ha batido el récord de «haijines» por kilómetro
cuadrado, seguida a mucha distancia por Kioto. Por mi parte, diré que el haiku
lo he cultivado poco porque carezco de la imprescindible vena zen. Sin embargo,
me confieso un devoto lector de Haruki Murakami.
Del manga y el anime no voy a hablar porque no pasé
de Mazinger Z, y gracias. El sushi lo
he probado pero prefiero de largo las sardinas a la brasa. Lo que sí voy a
mencionar, como colofón, es la última oleada de cosas de chinos que ha llegado
a mi vida, y lo ha hecho a través de mi amiga, muy aficionada ella a estos
asuntos orientales. En su casa hay varias imágenes de Buda y nunca falta una
varita de humeante incienso. Cada vez que me quejo de que algo me duele, ella
me somete a una sesión de reiki y me gruñe porque afirma que mis chakras están cerrados
(bastante culpa tendré yo, que ni siquiera sé lo que es un chakra, y mucho
menos cómo se abre). También me riñe porque dejo los zapatos debajo de la cama
y la tapa del váter levantada. «Es fatal para el feng sui», me explica. Y yo
que pensaba que era solamente una guarrada.
Pero la puntilla me la dio hace poco mi propia madre
al comunicarme que se ha buscado un chino para que le practique la acupuntura.
Fue oír eso y volverme hacia un espejo para mirarme. Y sí, sin lugar a dudas se
me está achinando el careto. ¿O será por el hígado?
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 24/5/2013