Que
nadie se llame a engaño. Tengo una buena relación con el agua. Y no me refiero
solamente a mi higiene personal, que se me supone. Desde crío me ha gustado el
asunto del chapoteo, y no soy mal nadador del todo, pese a que mi cuerpo
sumergido en un fluido desplaza más volumen de líquido del que nos gustaría a
mí y a Arquímedes. Lo que nunca había probado era ir a un spa. Me acuerdo que
hace muchos años pasé unos días en el balneario de Fortuna con mis padres, pero
al intentar asomar la nariz a la zona termal tuve una impresión muy
desagradable, una sofocante humedad que me hizo pensar que había encontrado una
de las puertas del infierno. Otro recuerdo que conservo de aquella estancia es
que a mi madre la subían a la habitación sentada sobre una especie de
angarillas, como a los patricios romanos, y que aquello me daba muchísima
vergüenza. Claro que desde entonces han pasado sus buenos cuarenta años, y
ahora el asunto de los balnearios se ha modernizado y popularizado de forma
considerable.
La cuestión es que este fin de semana he aceptado la invitación de una
amiga para hacer «el circuito» en un spa de nuestra localidad, que por más
señas forma parte de las instalaciones de un hotel. Y el lugar prometía, lo
reconozco. Había una bonita piscina cubierta donde flotaban lánguidamente media
docena de cuerpos. Cierto es que no todos eran esculturales, como yo había
imaginado en alguna calenturienta fantasía. De hecho, había un gordinflón
tatuado que más habría pegado en un puticlú de carretera que en un sofisticado spa.
Pero tampoco es que yo, a pesar de estrenar bañador, contribuyera a elevar el
nivel estético del establecimiento. Así que me encomendé a Neptuno y me
zambullí en la piscina. De momento, tengo que decir que no me gustó la
temperatura del agua. Estaba templada en exceso, como si todos los usuarios del
spa llevaran meses haciendo allí sus aguas menores, y a mí esa sensación no me resultó
muy relajante, sino más bien inquietante. Luego empecé a probar los distintos
aparatos. El «volcán» lanzó un chorro de burbujas a mi entrepierna que casi me
aplasta los testículos, el chorro para el masaje cervical me impactó en plena
cara y casi me saca un ojo, y por último casi me ahogo bajo una especie de
catarata cuya utilidad terapéutica ignoro, si es que la tiene.
Impávido y valeroso, continué con el circuito y probé una especie de
sauna de vapor cuyo nombre no recuerdo, porque era en turco y no me manejo en
ese idioma. Aguanté unos dos minutos y aun así me sentí morir. Peor fue la
sauna finlandesa, donde solo permanecí unos cuarenta segundos, y abandoné con
la sensación de ser el pavo de navidad. La «ducha de sensaciones» me
proporcionó chorros alternos de agua hirviente y helada, es decir, exactamente
igual que la de mi casa. Por supuesto, no probé a verter hielo sobre mi
persona, porque el hijo de mi madre no es gilipollas.
Por fin vino el ansiado (y temido) masaje, que no habría estado mal del
todo, si no hubiera sido porque antes te obligaban a ponerte una especie de
tanga donde era imposible guardar todos los órganos genitales a la vez (no
quiero ni imaginarme mi aspecto desde atrás). Esperé la llegada de la masajista
muerto de vergüenza y en absoluto relajado, pero el caso es que la señorita se
dedicó a magrearme durante tres cuartos de hora, lo que me pareció muy dulce y
generoso por su parte, aunque mis músculos siguen igual de fofos y poco
tonificados que antes.
Mientras me tomaba el té en la «sala de relax» oyendo música chill-out, comprendí que probablemente nunca volvería
a un spa. Uno tiene que asumir sus orígenes, y los míos son rurales y de
secano. Qué le vamos a hacer.
Publicado en La Tribuna de Albacee el 2/7/2012
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