Llevo unos días dándole vueltas a la dimisión
(¿abdicación?, ¿renuncia?, ¿jubilación?) de Benedicto XVI. La noticia me pilló por
sorpresa, como a todo el mundo. Aunque, a diferencia del grueso de la población,
yo me enteré casi 24 horas después de que saltara a los medios, lo que
demuestra que mi divorcio con la realidad es cada día más acusado. Un poco lo
mismo que le ha ocurrido a Ratzinger. «El hombre no puede soportar demasiada
realidad», decía T. S. Eliot en un verso memorable. Y el Papa, por muy vicario
de Cristo que sea, no deja de ser un hombre, un hombre anciano e incapaz de
soportar una realidad que se le figura intolerable, y mucho menos de oponerse a
ella. Corruptelas, intrigas, discordias, traiciones, pederastia, luchas de
poder… La iglesia católica trata de guardar las formas y de lavar sus trapos
sucios en casa, pero cada vez nos recuerda más a aquella iglesia corrupta de
los papas Borgia en la que la riqueza y el poder contaban mucho más que la fe y
la salvación eterna. No es raro que los auténticos creyentes busquen formas de
espiritualidad más sencillas, más cercanas a la gente y a sus problemas. Si
hasta el propio Papa ha decidido dar la espalda a esa iglesia dominada por
banqueros de sotana y políticos con alzacuellos, y apartarse de las pompas vaticanas.
Aunque no demasiado, pues parece que se va a quedar intramuros de la Santa Sede,
en un convento de clausura que van a inventar o a rehabilitar para que él se
retire. Estaría feo que todo un expapa disfrutara de su jubilación tomándose un
daiquiri a la sombra de un cocotero. Resulta mucho más digno mantenerlo escondido
en el Vaticano dedicado a rezar y a escribir sobre la infancia de Jesús (asunto
que no invita a la polémica teológica), y libre por tanto de tentaciones tan
mundanas como la de hacer declaraciones inoportunas a los medios. Una cosa es
ser expresidente del gobierno y tener alguna que otra salida de tono, y otra
muy distinta es ser el exsucesor de Pedro. ¿Se imaginan a Joseph Ratzinger en
plan Berlusconi o José María Aznar? En fin, que se comprende la importancia del
asunto del aislamiento o reclusión o como quiera llamársele. Además, no sería
decoroso tener al papa anterior paseando por la plaza de San Pedro y haciéndose
fotos con los turistas, como esos tipos que hay en Disneylandia disfrazados del
pato Donald o de Mickey Mouse. Y eso que el Vaticano tiene mucho de parque de
atracciones, como sabe cualquiera que haya pasado por allí. La pregunta que me
asalta a veces es por qué las cosas vaticanas nos fascinan de esa manera. ¿Qué
habría sido de Dan Brown sin esas apenas 44 hectáreas en las que se concentra
más historia y más intrigas que en cualquier país hecho y derecho? Poco tiene
que ver todo esto con la fe y la espiritualidad, sospecho, porque la religión
es otra cosa y cada cual la vive (o no la vive) a su manera. Para mí, por
ejemplo, la religión es el aburrimiento de la misa de doce en San Juan, apenas aliviado
por la contemplación de las pinturas de don Casimiro, que eran como un
gigantesco tebeo, con sus jinetes del Apocalipsis y sus tipos despellejados. Y
también los calamares a la romana en Los Corales, a la salida. Y (cómo no) el
miedo al infierno y el remordimiento que nos provocaba el despertar a la
sexualidad. Porque —admitámoslo— la religión católica ha sido importante para
los españoles de mi generación, y ello sin necesidad de haber sido monaguillos
o de haber pasado por un colegio de curas. Por eso me interesa la noticia de
que el Papa haya dimitido, un gesto en el que encuentro grandes dosis de
honradez y de dignidad. Ojalá tomaran nota algunos que yo me sé.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 18/2/2013
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