Tengo un amigo norteamericano que lleva cuarenta
años visitando nuestro país regularmente. Más de una vez me ha hablado del
choque cultural que le supuso venir por primera vez, allá a principios de los
setenta, cuando el franquismo daba sus últimos y feroces coletazos. Él tenía
apenas treinta años y se había divorciado poco antes. «Mi mujer y yo nos
repartimos lo poco que teníamos», me cuenta. «Luego dimos una fiesta para los
amigos antes de que llegara el camión de mudanzas». En tremendo contraste con
estos modos tan civilizados, lo que encontró aquí fue un país anclado en un
conservadurismo casi troglodita, un país donde no se concebía más familia que
la de toda la vida. Cuánto han cambiado las cosas, ¿verdad?
Ahora hay familias monoparentales y parejas del
mismo sexo. Los que antes eran denostados por vivir «amancebados» o «en pecado»
son ahora «parejas de hecho» y se han convertido en el modelo en auge. Hoy en
día las parejas se rompen y se recombinan constantemente. Los hijos viven con
uno de los progenitores y con el compañero sentimental de este, y pasan el fin
de semana con el otro progenitor y con su correspondiente pareja. También hay
hijos en custodia compartida que pasan la mitad del día en un hogar y la otra
mitad en otro, o se reparten por semanas, o por meses. Bajo el mismo techo
pueden coincidir niños y adolescentes de distintas camadas. Las vacaciones se alternan,
y los chavales van y vienen de una casa a otra como si fuera lo más natural del
mundo: hogares distintos, ambientes diversos y, en muchas ocasiones, reglas
dispares. Y no es extraño el caso (varios conozco ya) de que mamá se eche una
novia o papá un novio.
En unos pocos lustros hemos pasado de ser un país
medieval a convertirnos en adalides de la modernidad. Incluso nos sorprende
comprobar que en la vecina Francia, a la que siempre tuvimos por la más
avanzada de las naciones, existe una fuerte contestación social a la legalización
del matrimonio entre personas del mismo sexo, cuando aquí ya tenemos esa
cuestión normalizada, o eso dicen. Ha sido un cambio drástico el nuestro.
Drástico y veloz. Pero solo hay que pararse y observar un poco para comprobar
que no es oro todo lo que reluce. Puede que este atracón de modernidad se nos
haya indigestado un poco.
La realidad es que vivimos todas esas situaciones descritas
con una actitud que se parece más a la resignación que a la normalidad. Las
soportamos porque no nos queda más remedio, pero a menudo nos provocan
desconcierto, dolor e incluso ira. Nos desagrada tener que compartir a nuestros
hijos. Pero si nuestros «ex» viven con otra persona, con un extraño, el
desagrado se convierte en repugnancia, en algo intolerable. Nunca hemos sido un
pueblo moderado ni racional. Pero el auténtico problema, en mi opinión, ha sido
la falta de tiempo para adaptarse a todas esas situaciones nuevas. Admitámoslo,
no estamos preparados para ser tan modernos. Hemos vivido una revolución en los
modelos de relaciones y de familia, pero seguimos pensando con la misma mentalidad
que nuestros padres. Nos dicen que tras una ruptura debemos mantener una
relación fluida con el antiguo cónyuge (por el bien de los niños, etc). Sin
embargo, en muchos casos los «ex» se convierten en presencias molestas y
amenazantes, en fantasmas con quienes la comunicación resulta imposible, pero a
los que nunca conseguimos expulsar del todo de nuestras vidas.
Más raro es
el caso que me cuenta cierta amiga, cuyos dos «ex» han acabado desarrollando un
gran afecto mutuo. Se visitan con frecuencia, se invitan a las celebraciones
familiares y quedan para ir de copas. Lo que hay que ver.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/2/2013
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