El viernes pasado nos desayunábamos con la noticia
de que el tal Bárcenas, además de presunto corrupto y defraudador a gran escala,
empleaba buena parte del dinero que gestionaba en pagar sobresueldos a los
capitostes del PP (todo ello presuntamente, claro está). Esto significa que, siempre
invocando la presunción de inocencia, los mismos que nos exigen que nos
apretemos el cinturón, los que nos suben los impuestos, nos bajan el sueldo y
nos dejan sin paga extra, los que desmontan la sanidad y la enseñanza públicas
en aras del ahorro, los que despojan a los trabajadores de derechos esenciales,
en fin, esos mismos que nos han metido la tijera hasta el mismísimo páncreas,
no se privaban de añadir a sus sueldos de altos cargos o de dirigentes
políticos un sobrecito que contenía entre cinco y diez mil euros, y así un mes
tras otro. Haría falta la elocuencia de un Cicerón para dar cuenta del asco que
provoca esta noticia. Como uno no anda sobrado de oratoria, me limitaré a señalar
que quien ha sido presuntamente capaz de hacer tal cosa y de beneficiarse de
ella, no puede ser calificado de otro modo que como un hijo de la gran p.,
presunto o manifiesto, con todos mis respetos por las señoras que se ven
obligadas a ejercer la prostitución y por sus vástagos. Aunque ahora que lo
pienso, tengo mis dudas sobre la conveniencia de usar la palabra «p. » en este
diario (que si Dios no lo remedia pronto será el único que podremos leer los aficionados
a la prensa local en Albacete). Quizás fuera mejor emplear la inicial del
término seguida de un punto, y que sea el lector quien supla el resto. Mejor
cogérnosla con papel de fumar que dar lugar a que nos tilden de malhablados,
que no sería la primera vez. Aunque también cabe la posibilidad de echar mano
de la riqueza léxica del castellano y cambiar lo de «hijos de p.» por «malnacidos»,
que tiene la virtud de no incluir palabras malsonantes sin perder por ello
contundencia. De hecho, recuerdo que Felipe González lo empleó una vez para
referirse a los etarras y nadie se lo afeó. Así que tampoco está de más
aplicárselo a estos presuntos terroristas de chaqueta y corbata. A fin de
cuentas ¿qué mayor acto de terrorismo puede haber que el de traicionar la
confianza pública, socavar las bases del estado democrático, hacer que el
pueblo pierda la fe en sus gobernantes y en sus instituciones? Pero todo esto
son obviedades, por supuesto, y quizás ni siquiera esté justificado que hoy les
dedique esta columna. Sería preferible, tal vez, hablar del mucho frío que está
haciendo. Aunque hasta la peor ola de frío resultaría más tolerable que este
frío social que nos azota, un frío que es fruto de la penuria que sufrimos y
que percibimos, de la falta de esperanza, de la certeza creciente de que
quienes sujetan las riendas son seguramente indignos de la responsabilidad que
se les ha encomendado.
Hace unos días, a la cazatalentos Esperanza Aguirre
se le ocurrió decir que quienes nunca hayan cotizado a la Seguridad Social (y
por lo tanto no hayan tenido un puesto de trabajo) no deberían ser considerados
para un cargo público. Luego Ana Botella puso la guinda al afirmar que deberían
desaparecer las nuevas generaciones de los partidos. Sin llegar a decirlo
expresamente, ambas estaban subrayando lo que todos tenemos en mente: que nadie
debería vivir de la política sin haberse ganado antes la vida con un trabajo
honrado. Lo del señor Bárcenas y sus sobrecitos viene a abundar (y de qué
forma) en la misma idea, la de que la política es terreno abonado para la
corruptela y la desvergüenza, y por lo tanto el hábitat natural de los hijos de
p. Y disculpen ustedes, porque he estado a punto de decir «hijos de puta», y
eso en un periódico habría quedado bastante feo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/1/2013
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