Se acaban de cumplir dos años desde la entrada en
vigor de la ley que prohíbe fumar en locales públicos, quizás una de las pocas
cosas buenas y razonables que le han ocurrido a este país en los últimos
tiempos. Hubo quienes se rasgaron las vestiduras, sobre todo en el sector
hostelero. La prohibición de fumar iba a ser el principio del fin de muchos
negocios, como si la hostelería la mantuvieran solamente los fumadores. Tampoco
faltaron los que quisieron ir un paso más allá y vieron en la norma una
ingerencia intolerable del Estado en la libertad individual que solo podía ser contestada
con la desobediencia civil. Pero la respuesta a todos esos exaltados y agoreros
fue la normalidad y el civismo, y el hecho incuestionable de que, de un día
para otro, el aire de bares y restaurantes se volvió de pronto respirable. Yo,
particularmente, prefería no pecar de intransigente en este asunto. Durante
veinte años ejercí de chimenea ambulante, y supongo que fueron legión los
fumadores pasivos que inhalaron el humo de tabaco negro que yo repartí
generosamente allá donde la vida me condujo. Poco después de dejarlo, comprendí
lo que el tabaco representa para quienes no lo consumen de forma voluntaria. No
existe nariz más sensible que la de un ex fumador que recupera su capacidad olfativa.
Los veinte minutos del café empezaron a parecerme un suplicio, porque luego no
podía soportar el olor que despedía mi ropa. Cuando salía por las noches, lo
primero que hacía al volver a casa era depositar todo lo que llevaba puesto en
el cesto de la ropa sucia. Y si algún amigo se encendía un pitillo en mi casa,
después me veía obligado a ventilar durante horas, incluso en lo más crudo del
invierno. Me resultaba desagradable la idea de consumir una tapa que hubiera
estado expuesta al humo de los fumadores, y hasta el acto de comer en un
restaurante, que antes me parecía tan placentero, perdió todo su atractivo por
tener que ejercerlo en mitad de la humareda. Para mí acababa de cobrar su
auténtico valor el dicho aquel de «probar tu propia medicina». Aun así, preferí
cultivar la paciencia, porque otra cosa habría sido pecar de hipocresía. La
primera ley antitabaco fue como un rayo de esperanza, aunque enseguida me di
cuenta de que aquello había sido un coitus
interruptus. Pero la que entró en
vigor en enero de 2011 fue otra cosa. Aquella ley caló en el tejido social de
este país con tanta fuerza como la implantación del euro, y seguramente con
mejores resultados. Fuimos muchos los que, por fin, respiramos aliviados. Y
además, el acatamiento casi total de tan razonable norma (con la excepción de
algunos energúmenos, como el dueño de aquel asador marbellí) nos permite
albergar la esperanza de que nuestro país logrará salir adelante pese a todo. Y
ello a pesar de que no hay tan irracional como un fumador privado de su
pitillo. En Italia, durante una huelga que paralizó la distribución de tabaco,
hubo quien empleó la violencia para arrebatarle el cigarrillo a algún
conciudadano en plena calle. Pero aquí no se registraron motines ni altercados.
Como la cosa más natural del mundo, los fumadores se resignaron a dejar de
chinchar a otros con sus humos y salieron a fumar a la intemperie. Y no niego
que eso puede ser un incordio. Yo mismo sufro los efectos de la ley antitabaco,
puesto que los compañeros con quienes tomo el café a diario salen con su taza a
la puerta del bar, y me veo obligado a pasar frío con ellos (es eso o la
soledad). Y encuentro poco atractivos esos «invernaderos» que proliferan ante
la puerta de bares y cafeterías, donde los fumadores practican su vicio al
amparo de estufas y de lonas transparentes. Antes la imagen me resultaba
ridícula, aunque con el tiempo he llegado a encontrarle un lado tierno. Confinados
allí dentro, los fumadores son como flores de invernadero, raras, delicadas,
efímeras. Son una especie en riesgo de extinción a la que, a buen seguro, nadie
echará de menos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/1/2013
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