Me puso sobre la pista de su existencia una novela de Chuck Palahniuk, escritor norteamericano de nombre imposible, pero que tal vez les suene gracias a esa adaptación al cine que se hizo de su libro «El club de la lucha». Palahniuk (junto con Houellebecq y algunos autores más de nombre asimismo imposible) es uno de esos pocos elegidos capaces de escribir novelas-espejo, obras que nos devuelven una imagen de lo que somos, tal vez algo deformada por la sátira y la caricatura, pero no por ello menos reconocible. Son autores de amargas alegorías contemporáneas, quizás porque concentran en sus personas y en sus plumas toda la mala leche de su generación, una cualidad que yo considero imprescindible para escribir buena narrativa en los tiempos que corren. La cuestión es que Palahniuk habla de un misterioso ser cuya existencia todos sospechamos, pero cuyo nombre no conocíamos... hasta ahora.
Los franceses, que desde los días de la Enciclopedia se entretienen catalogando y poniéndole nombre a casi todo, acuñaron la expresión «esprit de l'escalier» (literalmente «espíritu de la escalera») para denominar a este ser misterioso que parece habitar en escaleras, portales y zaguanes, y que siempre nos sale al encuentro demasiado tarde, cuando ya hemos emprendido la huída. En realidad, se trata de una metáfora para lo que ocurre cuando a uno lo ofenden y se queda sin saber qué decir, o bien da una réplica tan necia, torpe y ridícula que habría sido preferible quedarse callado. Entonces escondes el rabo entre las piernas y te largas. Y cuando estás bajando las escaleras, esa especie de genio o espíritu travieso te susurra al oído esa réplica demoledora que habría dejado a tu adversario hecho fosfatina. ¿Qué no darías por poder volver y endosarle la feliz ocurrencia al individuo que te acaba de poner en ridículo? Pero comprendes que ese momento ya ha pasado. Si volvieras agravarías tu humillación con un acto infantil. De modo que sigues bajando las escaleras y deseas que el espíritu de la escalera tuviera pescuezo, pues nada te haría tan feliz como poder retorcérselo.
Claro que nosotros no somos franceses. De hecho, nuestra nación ha encontrado un sistema para invocar al espíritu de la escalera incluso a toro pasado. Me refiero a nuestra costumbre de relatar nuestras trifulcas con algunos cambios en el guión. Y es entonces, a la hora de contarles la escena a nuestro amigotes, cuando nuestro ingenio brilla con luz propia, y el que nos ha humillado recibe esa réplica implacable y envenenada, esa estocada imposible de neutralizar que nos sopló el espíritu de la escalera. «¿Pero le has soltado eso de verdad?», pregunta siempre algún imbécil. «Bueno, a lo mejor no con esas palabras», contestamos, algo preocupados por que nos pillen en un renuncio. «No me acuerdo exactamente de lo que le dije, pero en esencia era eso, sí».
La realidad es casi siempre muy distinta. Aunque nos cueste aceptarlo, la vida siempre comporta una dosis más o menos grande de sometimiento. Raro es el día en que no nos vemos obligados a tragar alguna píldora amarga, ni jornada que no traiga consigo su derrota. Padres, hijos, cónyuges, jefes, amigos, profesores o compañeros nos asestan a diario sus pequeñas cornadas, esas observaciones dolorosas o humillantes que hemos de acatar en silencio y agachando la cabeza, pues la alternativa nos abocaría a una situación mucho peor. En ocasiones incluso las recibimos de extraños. ¿Cuántas veces, en la cola del supermercado, no habremos deseado decirle un par de cosas a ese caradura que se cuela porque lleva solamente una latita o una bolsa de pan bimbo? ¿Con qué frecuencia nos asalta el impulso de darle su merecido al funcionario que nos ha tratado con prepotencia, al mozalbete que ha estado a punto de atropellarnos con su bici, al dependiente que se ha comportado de forma grosera con nosotros delante de otras personas? Después nos dará algo de vergüenza el haber encajado la humillación, y es casi seguro que el espíritu de la escalera nos hará su inevitable visita. Pero no tiene sentido desandar lo andado, tal vez porque sabemos, o al menos intuimos, que el tejido social se sustenta sobre ese sinfín de claudicaciones que la gente acepta sin rechistar. Si nos reveláramos cada vez que nos creemos pisados, la vida en sociedad sería del todo imposible. Por eso no nos sentimos unos cobardes, sino unos supervivientes.
Y además, en este país tenemos la suerte de haber inventado esa forma de arreglar las cuentas con la realidad que consiste en no contar las cosas como sucedieron, sino como gustaría que hubieran sido. Sin necesidad de ciencia-ficción, los españoles somos habitantes de realidades paralelas: las que vivimos y las que contamos. Y todo gracias a que hemos aprendido a domesticar al espíritu de la escalera, convirtiéndolo en guionista de una versión ficticia de nuestras vidas que es siempre más satisfactoria que la real.
Publicado el 23/5/2008 en el diario La Tribuna de Albacete
1 comentario:
Muy bueno lo que dices del espíritu de la escalera, me gusto lo que escribiste, gracias.
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