Entre las calamidades que azotan al hombre moderno, existe una en apariencia trivial, pero a mi entender particularmente aborrecible. Me refiero a esa nueva forma de publicidad que ya no se contenta con interrumpir nuestros programas de televisión favoritos o con saltarnos a los ojos desde las páginas de la prensa escrita, sino que ha encontrado la manera de colarse en nuestros domicilios por vía telefónica, siempre a horas intempestivas. Y así sucede que se encuentra uno en plena siesta, buscando el reposo y el olvido de esos veinte minutos de Nirvana que el maestro Cela denominó «el yoga ibérico», ese estado de comunión con el cosmos inducido por la ingesta de legumbres y la visión de esa simpática familia de leones del Serengueti que protagoniza todos los documentales de La 2. Y entonces riiiiiing, y se acabó el Nirvana y el Serengueti, y nos incorporamos del sofá de un salto y con el corazón en la boca. Porque, claro, una llamada a la hora de la siesta por fuerza tiene que ser importante. Y descolgamos el auricular y mascullamos digaaaa con voz pastosa de alarma y de sueño. Y entonces nos responde una animosa señorita o mozalbete con melifluos acentos caribeños o rioplatenses. «Buenas tardes, ¿Sería tan amable de desirme su nombre para que pueda dirigirme a usted?» Y uno, aturdido y con un pie todavía en el Serengueti, se lo dice. «Grasias, señor Sebrián. Mi nombre es Valeria Baccarini (o Wendy Rodrigues), y le shamo en nombre de Molafone. Dígame, por favor, ¿cuántos selulares tienen en casa?» O bien: «Señor Sebrián, shamo en nombre del Banco Jones, y tengo para usted una oferta finansiera que sin duda ashará irresistible. Dígame, ¿cuánto dinero gana usted al año?» En este caso, es probable que respondamos con un exabrupto o colgando el auricular de golpe. El problema es que eso no sirve de nada, pues está comprobado que en tal caso la incombustible teleoperadora latinoamericana volverá a la carga tan pronto como cerremos los párpados.
Tengo que confesar que estas llamadas son mi talón de Aquiles. Quiero decir que me ponen de una mala uva terrible. Por ello me he decidido a perfeccionar algunos métodos defensivos que han demostrado cierta utilidad. Mi primera técnica se basa en el principio táctico de que «la mejor defensa es un buen ataque». Tan pronto como Wendy me da las buenas tardes, voy y le pregunto si conoce la Ley de Protección de Datos. Y entonces, aprovechando su sorpresa, pongo voz de inspector de Hacienda y le exijo que me comunique el CIF de su empresa y el origen del archivo por el que ha accedido a mi información personal. Con esto casi siempre basta para que desista. Pero si la teleoperadora es de la variedad recalcitrante, uso la técnica que denomino del «perturbado mental». Tan pronto como descuelgo el teléfono, alertado por el letrerito de «número privado», antes incluso de que Valeria me dedique su cantarín saludo, empiezo a gemir como si me encontrara en un estado de gran excitación sexual. Ooooh, aaaah. No hace falta más para que cuelguen y me tachen de su lista. Y a otra cosa.
Tenía yo una amiga porteña que se vino a trabajar «acá». Después de probar varios negocios sin mucho éxito, la piba decidió aprovechar la tendencia natural de su nación de darle sin tregua a la singüeso. En complicidad con varios compatriotas, dio en montar un call center, pues tal es bárbara denominación de esos negocios especializados en darnos la tabarra a domicilio. Le expresé a mi amiga (que ya no lo es) mis reparos en cuanto a la moralidad de semejante actividad. Y ella me dijo que, si no quería ser molestado, bastaba con que acudiera a una asociación de consumidores y me inscribiera en la «Lista Robinson». Tal vez huelgue la explicación, pero lo de «Robinson» es por Robinson Crusoe. Es decir, que si uno no quiere que perturben su paz doméstica, ha de declarar públicamente su vocación de náufrago. Yo más bien creo que la tranquilidad es un derecho inalienable, y que lo que debería haber es una lista en la que se apuntaran todos los masoquistas a quienes no les importe recibir llamadas comerciales a la hora de la siesta. Con dramatismo de tango o de milonga, mi amiga me reprochó mi crueldad. Luego me recordó que uno tiene que ganarse la vida, y que la de teleoperador era una de las profesiones que más estrés causan (aunque se guardó de aclarar a quién). Le respondí que lo lamentaba mucho, pero que me costaba trabajo simpatizar con sus cuitas. Es más, le sugerí que reconvirtiera su negocio dándole una orientación más ética y social, en un club de alterne, por ejemplo. Mi amiga me llamo «pelotudo» y me mandó a ese sitio. Pero mi conciencia se quedó muy tranquila. Es más, creo que todos deberíamos cooperar para dejar a las compañías y los bancos sin personal dispuestos a hacerles el trabajo sucio. Pues eso, fustiguen sin piedad a los teleoperadores. Ejerzan de Robinsones con auténtica mala leche ibérica. Todos tenemos derecho a nuestro ratito diario en el Serengueti.
Publicado en el diario La Tribuna de Albacete el 16/5/2008
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