Hace unos días murió el padre de un amigo. En el tanatorio, cuando le pregunté cómo se encontraba, mi amigo me contestó que se sentía triste, cansado. La agonía es siempre agotadora, tanto para quien la sufre como para sus familiares. Hoy tenemos los servicios de cuidados paliativos. Pero no existe paliativo posible para un hijo que ve cómo su padre se apaga lentamente. Si buscamos un punto de inflexión en nuestras vidas, tal vez ése sea el único cierto. Ese momento de soledad infinita y de vértigo en que vemos morir a nuestros padres. Nos dicen que es «ley de vida», pero intuimos que la única ley que acaba de cumplirse es la norma inexorable de la muerte.
Perder a un padre es asomarse al abismo por primera vez. Perdemos a un padre y comprendemos que la muerte ha dejado de ser una abstracción. Pero la idea sigue siendo tan terrible que, en los primeros compases de la pérdida, resulta imposible de asumir, salvo quizás de un modo teórico. O tal vez ni tan siquiera así. Durante los últimos días no hemos estado solos ni un minuto. No hemos tenido tiempo para pensar. Han sido noches en vela. Luego, los preparativos de urgencia, las llamadas. Todos los ritos sociales de la muerte. También los trámites, los papeleos. Como si el hueco que deja la persona que se ha ido sólo pudiera llenarse con un sinfín de gestiones y documentos. Pero hay un hueco mucho más grande, más oscuro y frío. Es el que encontramos cuando regresamos a nuestra casa y hemos de enfrentarnos a la sobrecogedora idea de nuestra recién estrenada orfandad. Ha llegado el momento de «elaborar el duelo», que es el término que usan los psicólogos. Tal vez todo se reduzca a aceptar que acabamos de ingresar en la madurez, y que no somos verdaderos hombres o mujeres hasta que vemos morir a nuestros padres. Ellos ya no están, y ahora nosotros somos ellos. Asumimos su condición. Ocupamos su lugar. La muerte de nuestros padres nos ha convertido en nuestros padres. Hemos añadido un eslabón a la cadena. Lo que podemos esperar en adelante es previsible. El único consuelo es que todo ha sucedido conforme a una pauta lógica y necesaria. A partir de ahora, andaremos el resto del camino en solitario. La idea nos entristece, pero al cabo de un tiempo se vuelve tolerable y llegamos a aceptarla. Es ley de vida. Ley de muerte.
Pero hay panoramas mucho más crueles.
Recuerdo una secuencia de ese magnífica película de Adolfo Aristaráin que se titula Martín (Hache). El hijo del protagonista (interpretado por el gran Federico Luppi) ha estado a punto de morir por una sobredosis de cocaína. Su padre reflexiona sobre el suceso. En su monólogo viene a decir que todas las pérdidas son concebibles, salvo la de ver morir a un hijo. Continúa afirmando (y cito de memoria) que la muerte de un hijo no nos aflige, sencillamente nos destruye. Tal vez sigamos viviendo. Incluso puede que lleguemos a representar con cierta verosimilitud las rutinas de una existencia convencional. Pero cada uno de nuestros actos, cada ínfimo gesto, será maquinal y carente de sentido. Porque bajo la carcasa de personas normales no habrá más que espacio vacío. Y lo cierto es que necesitamos la vida de nuestros hijos más que la nuestra. La sola idea de ver morir a un hijo es tan aborrecible que ni siquiera podemos formularla como hipótesis. Nuestra mente la rechaza con mucha más vehemencia que la de decir adiós a otros familiares o seres queridos. Es peor, mucho peor, que la perspectiva de nuestra propia muerte, que sí nos es dado imaginar. Es algo antinatural, absurdo. No es «ley de vida». Pero los motivos por los que nos negamos incluso a considerar la idea van más allá de la lógica o de los afectos. Perder a un hijo supone que la cadena queda interrumpida. Él ya no estará para encarnarnos cuando nos hayamos ido. Perder a un hijo es la forma de muerte más atroz y definitiva, en tanto que supone renunciar al único modo en que podemos ser perdurables, a nuestra única opción de inmortalidad.
Esta semana he pensado mucho en este amigo que acaba de perder a su padre. Su dolor es tan universal que no resulta difícil compartirlo de un modo sincero. Me gustaría poder dedicarle algunas palabras de consuelo. Decirle que lloro con él. Que siento como mías su soledad y su tristeza. Pero sospecho que en esas circunstancias todos estamos más allá del consuelo, al menos del consuelo que pueden brindarnos las palabras. La muerte de un padre es algo tan rotundo, tan irrevocable, que despoja a las palabras de sentido.
¿Dónde ha ido ese ser querido que acaba de morir? Desde luego, mucho más allá de nuestro alcance. Mucho más allá de la cara oculta de la luna. Tal vez a esos «vastos jardines sin aurora» de los que hablaba Luis Cernuda en unos versos memorables.
Allá, allá lejos.
Donde habite el olvido.
Publicado en el diario La Tribuna de Albacete el 2/5/2008
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