Albacete tiene un librero de viejo. El único, que yo sepa. Se llama Jesús y le dicen “El Joven”. El apodo no le viene por su edad (andará por la mitad de los cuarenta), sino por filiación. El padre de Jesús, “El Joven” original, tenía un quiosco de pipas y tebeos en la calle de la Caba. Yo no me acuerdo de aquella tienda, pero acudía a quioscos muy parecidos, y con ese recuerdo los ojos se me llenan de infancia. Veo cuchitriles abarrotados de objetos fascinantes y azucaradas delicatessen en los que un duro era un capital. Los niños íbamos allí a poner los cimientos de nuestras futuras caries y a cambiar tebeos de Mortadelo. Los adultos cambiaban novelas, esos libritos firmados con sonoros nombres anglosajones tras los que se ocultaban auténticos galeotes de la Olivetti. En un país donde el porcentaje de analfabetismo era descorazonador, los quiosqueros hacían posible que muchísima gente del pueblo leyera hasta dos o tres libros por semana. El padre de Jesús era uno de ellos. Y él siempre cuenta que el oficio de librero de viejo lo aprendió de su padre.
A mí me fascinan las librerías. Lo he contado muchas veces y no voy a insistir ahora. Los libros nuevos nos atraen de un modo casi sensual. Pero los volúmenes usados que se amontonan en las librerías de viejo poseen un atractivo único. Son como una amante experimentada que ha conocido muchas noches de amor, tal vez un poco ajada y bastante golfa, pero también capaz de provocarnos los placeres más intensos. A las historias que cuentan, los libros usados añaden su propia historia de objetos que han conocido sucesivos dueños. Sabemos que sus líneas han sido recorridas por infinidad de ojos, que numerosas manos han pasado sus páginas. Nos topamos con sorprendentes anotaciones y dedicatorias, y cada una añade su pátina de romance y misterio al volumen. Encontramos una línea o un párrafo subrayados y nos preguntamos qué ideas o sueños despertaron esas palabras en la inteligencia de un lector pretérito. Incluso nos llaman la atención las manchas antiguas que a veces mancillan el papel. ¿De qué naturaleza eran los fluidos que las causaron? ¿Café? ¿Tal vez sangre? ¿Alguna secreción innombrable? Al leer un libro usado, no sólo entablamos diálogo con su autor, sino también con todos sus lectores anteriores, porque todos ellos dejaron trozos de sí mismos encerrados entre las páginas, y a veces en un sentido nada figurado.
Todo aquel que haya viajado por el Reino Unido sabe del predicamento que gozan allí los libreros de viejo. En París, como tantos compatriotas, he recorrido los puestos de libros usados que bordean las orillas del Sena. Siempre que voy a Madrid me gusta visitar a la cuesta de Moyano, que nos sale al encuentro nada más abandonar la estación de Atocha. Albacete, para no ser menos, tiene también un librero de viejo. Y se llama, insisto, Jesús “el Joven”. Lo pueden encontrar en su librería de la calle Octavio Cuartero, casi llegando al paseo de la Feria. También en el recinto ferial cada septiembre. Y, por supuesto, en su stand de la Feria del Libro Usado y de Ocasión de principios de primavera, donde es el único representante autóctono del gremio.
Hasta hace un par de años, a Jesús lo veíamos también cada domingo en la Plaza Mayor, en aquel rastrillo que nació de forma espontánea y se fue consolidando poco a poco. Había puestos de antigüedades, de monedas, de filatelia... Pero el corazón de todo el tinglado era el puesto de libros usados de Jesús, donde coincidíamos muchos consumidores compulsivos de letra impresa. Aquella actividad le devolvió a la Plaza Mayor su carácter de foro y lugar de encuentro, restauró su alma perdida años atrás con el traslado del mercado. Por desgracia, al reclamo del público acudieron otros mercachifles menos escrupulosos, en concreto vendedores de fruta de dudoso origen. Pero el golpe de gracia lo asestó el propio Ayuntamiento al tomar la decisión de llevarse el rastrillo a la plaza de Fátima. Cualesquiera que fueran las razones (y no dudo que las hubiese) el negocio de Jesús entró en declive. Se vendían menos libros, y de menor calidad. Los libros antiguos, las primeras ediciones, los ejemplares dedicados, desaparecieron de su puesto para ser reemplazados por morralla. Y Jesús, que ama los libros aunque no los lea, empezó a notar que ya no disfrutaba con lo que hacía. Ahora solicita que el Ayuntamiento le permita volver a la Plaza Mayor, junto al quiosco de prensa, donde estuvo durante varios años domingo tras domingo. Jesús aduce que él no vende alpargatas ni baratijas de todo a cien. Lo suyo es cultura, y por eso ha pedido el apoyo de escritores, periodistas, investigadores y otras personas vinculadas al mundo de las letras. Desde esta columna le brindo el mío sin la menor reserva. Respetuosamente, solicito a la alcaldesa que el puesto de libros de Jesús “el Joven”, único librero de viejo de Albacete, regrese a la plaza Mayor. Su actividad ennoblece y anima un espacio emblemático de nuestra ciudad, y la decisión de restituirla a su lugar natural haría más por la cultura que cualquiera de esos circos ambulantes que se han organizado con ocasión del Día del Libro. Ya hemos perdido demasiadas cosas. Conservemos una de las pocas que merecen la pena. Un puesto de libros viejos en el corazón de la ciudad.
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