Escribo este artículo el 29 de febrero, cuando faltan ocho días para las elecciones, y no sé si podré aguantar cuerdo hasta el final de la campaña. Y no será por falta de voluntad, porque juro que hago lo que puedo por permanecer ajeno a todo este circo. Pero confieso mi impotencia. Por mucho que trate de aislarme, los insidiosos mensajes electorales se cuelan y acaban pinchándome la burbuja. Y entonces siento hastío, agotamiento, náusea. Unas ganas terribles de que esto acabe, de que quien tenga que llevarse el gato al agua lo haga de una vez y me dejen por fin en paz.
Mi apatía es tan inmensa que temo pecar de falta de originalidad. Pero hasta en el aburrimiento se puede ser militante. Por ello, en un acto testimonial de la magnitud de mi indiferencia, he decidido no dar este artículo a la prensa hasta transcurridos varios días de la consulta, cuando todo haya terminado y las elecciones no sean más que un mal recuerdo. Aunque esta campaña ha tenido una singularidad que la ha hecho algo más amena. Y ahora que ha terminado todo no me resisto a comentarla. Me refiero al culebrón protagonizado por Dimas Cuevas y sus famosos artículos «homófobos».
A Dimas lo conozco desde el instituto. Ahora tiene menos pelo y lleva barba. Por lo demás no ha cambiado mucho. En el BUP parecía ya un senador del PP, y creo que sus años como periodista han sido sólo un paréntesis hasta que ha reencontrado su auténtica vocación. Él siempre ha sido atento conmigo. En su día me abrió las puertas de este diario y se lo agradezco de corazón. No hemos tenido mucho trato. De hecho, apenas hemos hablado. Pero tiendo a sentir respeto por la gente de la que recibo respeto. No puedo evitarlo.
Por lo demás, no podría estar más en desacuerdo con sus ideas sobre la familia y la moral sexual. En eso Dimas y yo somos el yin y el yang, el Madrid y el Barça, el Gordo y el Flaco (bueno, ahí andamos a la par). Él piensa de forma muy distinta a mí, pero sus opiniones le pertenecen y yo no tengo nada que objetar. En cuanto a aquel artículo de la discordia, el de los plátanos y las tortillas, recuerdo que lo leí en su momento y me dio un poco de vergüenza ajena. Pero nada más. Otros artículos de Dimas me han gustado y me han hecho reír. Aquellos chascarrillos me parecieron un tanto burdos y no me hicieron gracia. Ahora bien, no monté en cólera ni vi la necesidad de exigir la cabeza del autor. Ni yo ni nadie. Como saben, el escándalo ha estallado recientemente, en período pre-electoral. Ha sido ahora cuando «Dimas se ha quitado la careta y todos sabemos ya quién es», y cito unas esclarecedoras declaraciones de la concejala de IU.
Tengo que reconocer que el asunto me ha parecido entretenido. Aunque por otro lado me ha irritado bastante, pues creo en este escándalo prefabricado no subyace una cuestión de moral sexual o de concepciones antagónicas de la sociedad, sino de política y de poder. También de estupidez y mala leche. Y no por parte de Dimas. Me explico. La cuestión es que me preocupa vivir en un país donde alguien se dedica a guardar recortes de prensa para poder usarlos como arma cuando sea conveniente. Cada cual es responsable de sus actos y sus escritos. Si uno quiere hacerse el gracioso y al cabo de un tiempo le crecen los enanos, pues mala suerte. Pero quien consagra sus esfuerzos a mirar con lupa a sus adversarios para ver por dónde pueden clavarles la daga, me inspira muy poca simpatía. Más bien me da miedo. Tanto miedo como los que han decidido ser más bienpensantes que los bienpensantes y, enarbolando el estandarte de la mordaza y la majadería, han establecido que existen temas tabú y grupos intocables. Esos adalides de la progresía y el pensamiento recto son mucho peores que los de antes. Ejercen la censura, dictan lo que es admisible y están siempre prestos a colgar etiquetas. Usan el principio de la libertad de expresión a su antojo y conveniencia. Esos, los que crean «observatorios» para taparles la boca a los demás, los que deciden quién es «homófobo», quién es «machista» y quién un «reaccionario», quién puede presentarse a las elecciones y quién no. Esos progres de boquilla, y caciques en la práctica, son los que me dan miedo de verdad.
En lo ideológico, me encuentro en las antípodas de los Dimas Cuevas. Pero los Zerolos me parecen peores, y mucho más peligrosos, porque encima son los que ahora mandan. Además, a Dimas hay que reconocerle un mérito. Pues no me negarán que tiene su mérito levantarse un día de la cama y encontrase a nuestra pequeña y soñolienta ciudad en la portada de El País y en los informativos de la SER. Ayer no existíamos, y hoy nos hemos convertido en el campo de batalla de las fuerzas de la progresía y de la reacción. Las dos Españas se citan en Albacete. Todo un lujo. De paso, el sainete protagonizado por Dimas (imagino que muy a su pesar) nos ha brindado un tema jugoso de conversación en medio de esta plúmbea y estéril campaña electoral.
Bien por el senador.
1 comentario:
Lo del señor Dimas Cuevas me parece una absoluta falta de respeto. Una cosa es hacer un comentario satírico y otra muy distinta es la voluntad de humillar a los homosexuales. Aunque quien sabe, si en Baleares un ex concejal del PP se negaba a casar a gays y lesbianas y luego se gastaba el dinero público en chaperos... Yo soy partidario de esos progresistas que de vez en cuando tienen que recordar qué clase de gente hay por el mundo y a qué partido representan.
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