Al amigo que protagoniza este artículo lo conocí el verano pasado, aunque llevábamos algunos meses escribiéndonos e intercambiando llamadas telefónicas. Él había leído «Bajo la fría luz de octubre», una novela en la que traté de reconstruir los acontecimientos vividos por mi familia durante los años de la república, la guerra civil y la primera posguerra. Con este libro no pretendía convertirme en cronista de una época. Sólo quise poner en forma de relato unos recuerdos que me han sido legados como parte de mi patrimonio familiar. Pero todas las historias de aquellos días se parecen, ya se vivieran en un bando o en el otro, por lo que era inevitable que mi amigo hallara en mi novela ecos de su propia infancia.
Él prefiere que no mencione su nombre, aunque me autoriza a relatar su historia. Mi amigo nació en Albacete en 1938, cuando la ciudad vivía los meses más terribles de la guerra civil. Su padre, que era ferroviario y socialista, fue apresado recién terminada la contienda. Lo ejecutaron en el 42, casi al mismo tiempo que a su esposa la enviaban a la prisión de Barcelona. Con apenas tres años, a mi amigo se lo llevaron a Cataluña para que estuviera más cerca de su madre, y en Cataluña es donde ha vivido desde entonces. Allí creció, estudió Comercio y entró a trabajar en una importante empresa de la que llegaría a ser gerente y accionista. Con el tiempo se convirtió en un empresario de éxito y un hombre muy respetado. Se casó y tuvo cuatro hijos. Fue presidente de una importante institución de su ciudad, recibió infinidad de honores y distinciones, y ahora, a sus setenta años, está a punto de recibir otro cargo de relevancia que él se niega a calificar como político (una de las cosas que le prometió a su madre fue que nunca se metería en política). El talento, la honradez y una vida entera de trabajo lo han conducido hasta donde hoy se encuentra. Pero él se ha negado a olvidar a aquel niño de cuatro años, con un padre fusilado por rojo y una madre presa en la cárcel de Barcelona.
Cuando se puso en contacto conmigo, hará algo más de una año, mi amigo pedía consejo para emprender una búsqueda. Pensaba equivocadamente que yo era un especialista en el tema de la guerra civil en nuestra ciudad, por lo que me pedía ayuda para localizar algunos documentos relativos a su familia, en concreto las sentencias condenatorias de sus padres. Tuve que explicarle que había escrito mi novela sin recurrir a más archivos que la memoria de mis mayores, pero me ofrecí a consultar en su nombre con un auténtico experto. Por suerte, yo conocía desde la juventud a Manuel Ortiz Heras, profesor de la facultad de Humanidades, y estaba al corriente de su impresionante labor de investigación sobre el doloroso tema de la represión política en nuestra provincia. Con gran sensibilidad y gentileza, Manolo orientó a mi amigo en el comienzo de su búsqueda. Le dijo que los documentos que perseguía debían de haber estado en la prisión provincial, pero que las pésimas condiciones de aquel lugar habían obligado a trasladarlos al Archivo Militar de Guadalajara. Y allí fue donde mi amigo cursó su primera solicitud. Eso fue en septiembre del año pasado. Lo que no podía imaginar era que aquel iba a ser el primer episodio de un despropósito burocrático que, al cabo de un sinfín de peticiones, escritos y oficios, sigue sin dar el menor fruto. Durante este tiempo, y además de al mencionado archivo, mi amigo se ha dirigido a la prisión provincial de Albacete, a la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, al Ministerio de Defensa, a la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas, a la Subdirección General de Recursos e Información Administrativa, al Archivo General Militar de Ávila, al Tribunal Militar Primero de Madrid y al Juzgado Togado Militar nº 13 de Valencia. Todo esto en apenas seis meses y con el único propósito de obtener copia de unos documentos que expliquen por qué sus padres tuvieron que morir e ir a prisión hace casi setenta años. Y sin obtener más que excusas y vaguedades como respuesta: «no consta la existencia de dichos documentos», «las personas referidas carecen de antecedentes», «no figuran en estos archivos», «pregunte en otro sitio»... En fin, el clásico y tan castizo «vuelva usted mañana», como si aquellas muertes y aquel dolor nunca hubieran existido. De modo que la carpeta de mi amigo crece con esas muestras de la confusión y la negligencia administrativa. Pero él ya ha demostrado que no es de los que se rinden, y tampoco va a hacerlo en este empeño. Como tantos otros hijos y nietos de este país, su único propósito es limpiar el recuerdo de sus mayores, ensuciado hace setenta años por la injusticia y la barbarie, y extraviado ahora en algún recoveco de la desmemoria administrativa.
El Gobierno ha promulgado una Ley de Memoria Histórica, pero las leyes que no sirven para ayudar a la gente son papel mojado. Y el caso de mi amigo demuestra de forma elocuente que la Administración sigue siendo torpe, lenta e insensible a las demandas de los ciudadanos, incluso cuando éstas responden al principio más elemental del civismo, la justicia y la dignidad: el de honrar la memoria de los muertos.
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