Los principios comparten un territorio común con los
finales. Lo he comprobado de nuevo esta mañana, al pasar ante la puerta de un
colegio y observar a esos niños que todavía olían a ocio y aftersun, y que se dirigían hacia las aulas con una mezcla de
euforia e incredulidad, contentos de encontrarse con los compañeros a los que
perdieron de vista hace más de dos meses, pero acaso también convencidos de que
en cualquier momento iban a despertarse en su habitación del apartamento de la
playa para bajar a jugar en la arena. Los días como hoy poseen esa singularidad
de pertenecer a un territorio de frontera, a medio camino entre la somnolencia
estival y la ardua realidad del curso académico. También para mí empieza un
nuevo curso dentro de pocos días. Hablan de la depresión posvacacional, pero lo
que yo experimento es más bien cierto entusiasmo, la esperanza de que este
curso las cosas pueden ser distintas. Imagino un curso en el que poder
dedicarme plenamente a mi profesión de enseñar, aunque también rico en
oportunidades para aprender. Incluso me atrevo a imaginar un curso ajeno a los
conflictos, sin esos profesionales del sabotaje que hacen mi trabajo tan
difícil a veces. Con todo, temo que estas esperanzas se vayan diluyendo durante
los primeros días de clase, conforme la realidad vaya abriéndose camino con ese
fragor de apisonadora que le es característico. La vida real casi siempre actúa
como trituradora de las ilusiones. Aunque, quién sabe, tal vez en cualquier
momento me despierte y descubra que todavía me hallo en pleno mes de agosto,
con la única responsabilidad de bajar al patio para regar los geranios. Bien
pensado, no estaría nada mal.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/9/2015
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