Aunque para muchos la Semana Santa hace tiempo que
perdió su santidad, diría que estas fechas conservan algo de su carácter
sagrado. Supongo que la cosa tendrá que ver con el tránsito del invierno a la
primavera, un cataclismo de tal magnitud que uno se ve arrastrado por él aunque
no quiera: floraciones desaforadas, alergias, bichos, picores, tardes
interminables y ese rito funerario de enterrar la ropa de invierno en las
profundidades del armario y salir a la calle, victorioso y resucitado, a
disfrutar del sol. En estos mismos instantes, mientras le doy a la tecla
sentado a la sombra, me arrulla el zumbido de unas veinte abejas que se afanan
en torno a un cerezo en flor que tengo plantado en mitad del patio. Son seres
pacíficos y laboriosos a los que las fuerzas ciegas de la evolución les
regalaron el don de la utilidad, y sin duda un lugar de preferencia en el orden
secreto de las cosas. Apenas se cuelan otros ruidos en mi patio. Si acaso
algunos trinos de pájaros, residentes habituales de este sitio que llamo mío
pero en el que apenas soy un intruso. Y también los bostezos de mi pequeño
bichón maltés, al que por algún motivo le gusta observarme mientras escribo, y
en cuyos ojillos negros e insondables encuentro un consuelo mayor que el que me
depararía cualquier rito religioso de los que hoy se celebran. Sin embargo, por
fuerza tiene que ser santa esta semana que nos brinda la oportunidad de
reencontrarnos como seres humanos, de dejar atrás los fantasmas de nosotros
mismos que hemos sido durante esos meses de frío y de oscuridad. Es el momento
del sosiego, de tomar aliento y prepararse para las calamidades que se
avecinan, y me refiero a las próximas campañas electorales, esos interludios de
ruido y de furia en los que unos señores que viven mucho mejor que sus vecinos
nos pedirán a gritos nuestro apoyo para que todo siga igual.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/4/2015
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