No se
confundan. A pesar del título, este artículo no supone una despedida. El título
hace referencia a aquellos dibujos de la Warner Bros que los de mi quinta consumíamos
con fruición en nuestra infancia, los que empezaban con aquello de «fantasías
animadas de ayer y hoy» y terminaban con Bugs Bunny mordiendo su zanahoria y
anunciando «esto es to… esto es to… esto es todo, amigos». El pato Lucas, el
cerdito Porky, el gallo Claudio, el gato Silvestre, el canario Piolín y el
desventurado Coyote, antihéroe por excelencia al que los niños adorábamos (¿qué
infante no ha deseado que sus artefactos marca ACME funcionaran de una vez y,
en lugar de acabar aplastado o precipitándose por un abismo, pudiera merendarse
por fin a Correcaminos, probablemente el personaje más odioso de la historia de
los dibujos animados?). Todos ellos eran seres encantadores a su manera. Y lo
que más atractivos los hacía era su amoralidad acrisolada. Jamás intentaron
darnos lecciones ni ofrecernos modelos de conducta. Eran lo que eran: agentes
del caos, criaturas ingenuas y testarudas, siempre fieles a sí mismas, que
invariablemente se decantaban por la violencia con total desprecio por el
compromiso y la negociación. Eran, en suma, fidelísimos reflejos de nuestras
almas infantiles. Aunque con frecuencia presentaban también rasgos de
auténticos psicópatas, como aquel maravilloso demonio de Tasmania que
perfectamente podría ser un emblema de nuestro moderno alumnado de la ESO.
El fin de semana pasado mi amiga me propuso ir con los niños al Parque
Warner, que está cerca de Madrid y celebra ahora su décimo aniversario. Los
niños en cuestión son sus dos gemelas de once años y mi hijo de diecisiete, amante
del heavy metal y de
las camisetas negras. Resultó una auténtica experiencia lo de pasar el día en
el Parque Warner. No me extenderé acerca del calor, de las colas, del merchandising salvaje, de los precios abusivos, del
aluvión de gañanes ataviados con pantalón corto, chanclas y camisetas estridentes,
de la sensación de asfixia, de querer estar en cualquier otro sitio, de las
miradas envenenadas que mi hijo postadolescente me dedicaba por obligarle a pasar
el día en semejante lugar, del espanto de esos artefactos mal llamados
atracciones, que en teoría han sido ideados para entretener al público, pero
que cumplirían mejor su función como instrumentos de tortura en Guantánamo, del
pánico de ser sacudido, traqueteado, calado hasta los huesos y precipitado al
vacío, del dolor de mis pies y de mis cervicales, que todavía sufren las
consecuencias de las tres montañas rusas en las que me aventuré a montar… No,
no hablaré de ninguna de esas cosas, sino de la conclusión a la que llegué al
final de la jornada, cuando al fin pude recuperar mi coche en el infinito
aparcamiento y, derrotado, molido y sin un duro, me dispuse a emprender el
regreso a Albacete, es decir, a la realidad, la normalidad y la cordura. Mi
conclusión fue que este terrible Parque Warner (y supongo que otros de similar
jaez) están concebidos como gigantescos artefactos del mal cuya auténtica
función no es entretener, sino es convertir los sueños de la infancia en
pesadillas de adulto. De hecho, al cabo de una semana todavía sueño que deambulo
errante por el dichoso parque temático, dando vueltas y vueltas, incapaz de
encontrar la salida, obedeciendo indicaciones que resultan contradictorias y
que siempre me conducen al mismo sitio. Los niños de hoy en día no necesitan
leer a Kafka. La realidad ya les ofrece suficientes motivos para la angustia y
el vacío existencial. En mi infancia, Bugs Bunny, Silvestre, el Coyote,
Correcaminos y todos los demás nos provocaban la carcajada y la sana diversión.
Hoy se han convertido en personajes recurrentes de las pesadillas, como las que
yo he sufrido esta semana.
Bueno, en realidad miento un poquito. Porque anoche no soñé con Bugs
Bunny ni con el Demonio de Tasmania. Anoche soñé con Mariano Rajoy. Y fue
espantoso.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/7/2012
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