Confieso que me pirro por los magazines radiofónicos. Frívolo que es uno. El problema de estos programas es que llega el verano, y sus presentadores titulares se marchan de vacaciones. Entonces toman el relevo los suplentes, que nunca están a su altura, junto con un equipo de becarios que suelen ser estudiantes de periodismo en prácticas. Es cierto que esos programas, incluso con sus plantillas oficiales al timón, rara vez se caracterizan por la profundidad de los asuntos que abordan. Pero sus ediciones veraniegas se aligeran de tal modo que sus contenidos rozan ya la pura inanidad. Esto es lo que en jerga mediática se denomina «un tema refrescante». Pues bien, existe un tema refrescante en concreto que resurge una y otra vez a modo de versión actualizada de la consabida serpiente de verano. Se trata del «bookcrossing».
El bookcrossing es una práctica que empezó en Estados Unidos y se extendió con rapidez a las colonias norteamericanas (incluyendo nuestro país) gracias a internet, caldo de cultivo donde prosperan y se difunden las tonterías a escala global. En pocas palabras, consiste en coger un libro y dejárselo olvidado en medio de la calle, en el banco de un parque, en la copa de un pino o debajo de la estatua de Espartero. Luego, si hay suerte y el libro sobrevive a la intemperie, a las deyecciones de las palomas y a la furia de los botellones, llegará otro «bookcrosser» y se lo llevara a su casa. Y cuando teóricamente lo haya leído, volverá a abandonarlo por ahí («lo liberará», dicen ellos). Y vuelta a empezar. Hasta ahí la cosa parece una soberana sandez. Pero cuando se descubre que efectivamente lo es, es cuando nos enteramos de que la gracia está en seguir el periplo del libro a través de la red. A diferencia de los huérfanos que se abandonaban en las puertas de los conventos, cada ejemplar lleva una etiqueta identificativa, y cada fulano que lo deja por ahí se apresura a indicar en una web ad hoc el lugar exacto, para que otros fulanos puedan acudir a recoger el libro y perpetuar de ese modo la tontería. Al parecer, los bookcrossers revientan de gozo cuando se enteran de que su libro ha ido a parar a Sevilla o a Bollullos de la Sierra.
Cada vez que la radiodifusión estival trata este asunto (y son ya varias), entrevistan a una señorita cuyo nombre no recuerdo, y cuyo mérito consiste en ser la presidenta de la pandilla. Entre jijís y jujús, esta señorita repite las mismas anécdotas verano tras verano. Cuenta que una vez metió un libro en un recipiente de plástico, lo selló con silicona y lo tiró al mar, y que luego nunca volvió a saber de él. Qué inesperado desenlace. O la historia de aquella niña que encontró un libro que era para mayores, y lo tuvo guardado hasta cumplir la edad adecuada, y sólo entonces lo leyó, para luego, obediente y modosita ella, volver a liberarlo. Afirma la señora presidenta que la aspiración de los bookcrossers es convertir en mundo en una gran biblioteca, y que se lo pasan estupendamente, sobre todo cuando se cuentan sus cosas en los foros y en los chats, o cuando quedan para conocerse en persona y luego se van de picos pardos, que es lo que en internet se conoce como «hacer una kedada». Esto último es, en mi opinión, el auténtico aliciente del invento, y lo de los libros y la biblioteca global, un simple pretexto para hacer amigos e irse de parranda y ligoteo.
Dudo que alguien que siente tan escaso aprecio por los libros como para dejarlos abandonados por ahí, sea capaz de leerlos, y mucho menos de entenderlos, ni aunque se trate de novelas de Paulo Coelho o de Antonio Gala. Lamento expresarlo con tanta crudeza, pero lo que hacen estos bookcrossers me parece más propio de tontuelos (por no decir de vándalos) que de auténticos lectores. No creo que sea el bookcrosser quien libera el libro, sino el libro el que se libra del bookcrosser. Y la mejor fortuna que puede correr ese ejemplar es acabar en la biblioteca de alguien que lo sepa apreciar y conservar. Un libro se puede regalar, prestar, vender, dejar en herencia o robar. En determinadas circunstancias, incluso es lícito quemarlo o usarlo para suplir la pata rota de un mueble. Lo que no es de recibo es dejarlo tirado por ahí por un motivo tan banal. Es más, si alguna vez encuentro un ejemplar de «La conjura de los necios» o de «El aleph» abandonado en un banco del parque como una bolsa de pipas vacía, prometo que denunciaré públicamente a su anterior propietario por vandalismo cultural.
Y ahora que me acuerdo, mis padres encontraron una vez un libro en un banco de una estación de autobuses. Su título era «El libro infernal» y su autor un tal Tomás Sulfurino, un supuesto monje medieval que acabó en la hoguera por nigromante y adorador de Satán. Mis progenitores estuvieron dudando entre recogerlo o no, pues temían que verdaderamente se tratara de un hallazgo diabólico. Al final, armándose de valor, se lo llevaron y acabó en mis manos. Hoy comprendo que tal vez fuera un ejemplar liberado por algún precursor del bookcrossing, aunque resultó que el libro sí tenía algo de satánico. Pero esa es otra historia y ha de ser contada en otro momento.
Aparecido en el diario La Tribuna de Albacete el 18/7/2008
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