La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 2 de mayo de 2008

El Cuarto de las Brujas



El Cuarto de las Brujas estaba al fondo de la casa de mis abuelos, en el número 21 de la calle de la Feria, justo enfrente de aquel cine Cervantes que fue demolido en sus dos reencarnaciones y que ya no veremos renacer de nuevo. Tampoco la casa de mis abuelos existe ya. La barrió el tiempo y la furia inmobiliaria, junto a tantos otros edificios nobles de la ciudad de antaño. Para mí, sin embargo, aquella casa de la infancia es mucho más real que mi actual vivienda. Era una casa profunda, como diría Cortázar. A la entrada, el vestíbulo, el despacho, una espaciosa habitación de estar y un comedor que hoy, acostumbrado a las casitas de muñecas en las que nos apretujamos, se me antoja gigantesco. Luego se abría el pasillo, tan largo como un túnel de metro, con los dormitorios a un lado como estaciones de una misteriosa red suburbana. Al fondo, la luminosa cocina, sin duda la pieza más cálida y acogedora, con su despensa provista de baldas de mármol blanco. Detrás, la puerta por la que se accedía a la terraza, al corral (con pocilgas y gallinero) y al misterioso ámbito de la cámara, que en mis años infantiles ya amenazaba ruina. Más allá, el lavadero. Y al final el Cuarto de las Brujas, que en su origen fue un pequeño almacén donde mi abuelo guardaba los muestrarios de sus representaciones (que eran múltiples, desde material para dentistas a perfumes, pasando por medicamentos y calcetines). Supongo que lo de las «brujas» era un modo de disuadir a los críos de que entráramos allí para enredar. Pero lo que consiguieron fue que aquella estancia, ya de por sí interesante, se nos figurara una tentación irresistible. Hasta que los adultos se rindieron y mi hermano y yo obtuvimos permiso para convertir aquel trastero en nuestro dominio privado.

Buena parte de mi niñez, seguramente la mejor, transcurrió en el Cuarto de las Brujas. Si entorno los ojos, puedo verme explorando las estanterías donde se guardaban aquellos viejos muestrarios de mi abuelo: calcetines Molfort’s según la moda de varias décadas atrás; colonias Dana guardadas en preciosos estuches de color burdeos, con la imagen (para mí perturbadora) de una pianista y un intérprete de violín fundidos en un abrazo; carteles de Profidén adornados con sonrisas pretéritas, como las de los artistas de cine. Amontonados en las estanterías, infinidad de libros de contabilidad escritos con los minuciosos trazos de estilográfica que formaban la letra de mi abuelo. Todo antiguo, todo de otro tiempo, hasta el rayo de sol que entraba por la ventana, en el que siempre flotaba un enjambre de motas de polvo que brillaban como joyas diminutas.

Por mucho que lo piense, me resulta muy difícil explicar qué es lo que hacía allí durante aquellas horas incontables y lentas de la infancia. Recuerdo que había un baúl lleno de ropa vieja y que mi hermano y yo la usábamos para disfrazarnos. Me parece que una vez intenté montar un laboratorio como el de las películas de Frankenstein. Sobre el polvoriento banco de trabajó coloqué mi juego de química, un microscopio de juguete y un juego de anatomía que me habían traído los Reyes, y que una vez fuera de la caja tenía el mismo aspecto que el mostrador de una casquería. También organizábamos funciones de guiñol. A veces por turnos. Primero interpretaba yo la obra y mi hermano hacía de público. Luego intercambiábamos los papeles. Aunque era frecuente que ambos oficiáramos como titiriteros mientras los adultos se resignaban a servirnos de público en aquellas incoherentes representaciones, que siempre incluían mucha más violencia que cualquiera de esos videojuegos ahora tan denostados. También tuve una época de aprendiz de perfumista en la que me dio por mezclar las esencias de los muestrarios en busca de una combinación irresistible. Si cierro los ojos y aspiro, todavía me parece oler los vapores de medicamento y pachulí que despedían aquellas mezclas, que a mí me parecían embriagadoras, aunque nunca logré convencer a mi madre para que las usara.

Éstas y otras muchas eran las actividades que practicábamos en el cuarto de las brujas. Sin embargo, sigo teniendo la sensación de que aquellos juegos, todo aquel trajín infantil, no justificaban las muchas horas que pasábamos allí. Tal vez la respuesta sea que el tiempo de la infancia es un tiempo distinto. Un tiempo lánguido, absorto, en el que un minuto parece durar una hora, y el día entero transcurre con la lentitud de toda una vida. Si lo pienso, el mismo Cuarto de las Brujas era un almacén de tiempo condensado, compuesto de objetos y de recuerdos que se habían depositado a lo largo de los años como estratos de aluvión. Pero era también un depósito de esa sustancia que sólo conocemos en las etapas más tempranas de la vida, la materia frágil y luminosa de la que está hecha la felicidad. Y a veces hasta pienso que esta extraña vida de adulto no puede ser real, tan sólo el mal sueño de un niño que se quedó dormido sobre el suelo, en el Cuarto de las Brujas.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 11/4/2008

Columna: "La Ley de Murphy"

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué preciosidad de texto, me ha encantado.

PD. Soy Cris.

Anónimo dijo...

Un merveilleux petit texte. Je l'ai lu en cherchant le chat de la photo...Peut être pourriez vous lui consacrer aussi quelques lignes. Voila bien un des inconvénients des blogs : ces gens qui ne se contentent pas de vous lire mais qui en plus se permettent de demander des supplèments....

Geneviève GRAMBOIS, Paris
gengrambois@yahoo.fr