Todos deberíamos tener un sitio donde desaparecer, donde perdernos. O mejor, donde encontrarnos. Y no me refiero a esas fugas masivas en que se han convertido las modernas vacaciones. Hablo de un lugar apacible donde poder hallar calma y sencillez, esas cualidades que parecen desertar de nuestra vida durante la mayor parte del año. No importa que sea un sitio pequeño o que carezca de playas exóticas, conjuntos monumentales o parques temáticos. Ni siquiera importa que esté cerca de la ciudad donde residimos normalmente. De hecho, la cercanía es una ventaja, pues supone que no añadiremos a la fatiga que ya arrastramos la de un desplazamiento agotador. El descanso, el cambiar de aires, no es una cuestión de distancia, sino de actitud.
Confieso que nunca he sido un forofo de los viajes. He viajado lo justo, tal vez menos que la mayoría de la gente de mi generación. La mera idea de emprender un viaje siempre me ha parecido fastidiosa. En cierto momento comprendí que hay algo esencialmente absurdo en los viajes de turismo, en especial en esos viajes que se estilan ahora gracias al abaratamiento de los vuelos y de los paquetes vacacionales. Todos esos millones de personas embarcadas en una migración frenética hacia un destino lo más alejado y «exótico» posible, donde apenas tendrán tiempo para aprender nada y del que regresarán, apenas unos días después, con más fotos en su cámara que experiencias en la memoria. Por otro lado, lo que sigue al regreso, una vez pasada la euforia del viaje, es necesariamente el olvido. ¿Qué queda de ese maravilloso viaje al cabo de poco tiempo? Unos souvenirs que se volvieron absurdos tan pronto como salieron de la maleta, unas camisetas feísimas en el fondo de un cajón. Y esas fotos y vídeos con los que atormentamos a familiares y amigos («mira, éste soy yo montando en camello», «fíjate, la pared que se ve detrás de mi cabeza es la Gran Muralla»), esas imágenes enlatadas que al cabo de un tiempo jamás se nos ocurre volver a mirar. De joven yo soñaba con un futuro cosmopolita y aventurero. Pero con los años mis aspiraciones se han simplificado de tal modo que han quedado reducidas al único y vehemente deseo de estar tranquilo, de que me dejen en paz. Renuncio al Taj Mahal, al Empire State y a la Gran Pirámide. Sin embargo, cada vez encuentro más apetecible la idea de marcharme al pueblo.
Yo tuve una infancia rural. Mi padre era maestro y los primeros años de mi vida transcurrieron en los pueblos donde él obtuvo sus primeros destinos. Quizás de un modo inconsciente, siempre he sentido una secreta nostalgia por aquellos pueblecitos de mi infancia. Es cierto que en mi atolondrada juventud los pueblos tendían a parecerme deprimentes. Pero con los años algo debió de cambiar dentro de mí, porque empezó a darme envidia la gente que tenía un pueblo donde pasar las vacaciones. Pues bien, hoy resulta que soy una de esas personas que, con el pecho henchido de orgullo, pueden decir «estas vacaciones las paso en el pueblo».
Mi pueblo de adopción es Carcelén, en La Manchuela, a menos de 50 km. por la carretera de Ayora. Allí tengo una casa grande, un patio con macetas, dos árboles y una parra. Tengo una biblioteca con balcones donde leo y escribo. Y una chimenea para quedarme absorto mirando el fuego en las noches de invierno. En Carcelén se respira cierta soledad (excepto en verano). Allí dicen que, si vas por la calle del Cristo de noche y algo te ocurre, probablemente no te encuentren hasta la mañana siguiente, tan tieso como esos pajarillos que caen víctimas de la helada. En Carcelén hay poca gente y muchos ancianos que cada mañana llenan el consultorio de la Seguridad Social. Hasta hace poco había tres bares, pero uno ha cerrado. Sobreviven, por suerte, las dos tiendas, que son como hipermercados en miniatura, porque en apenas unos pocos metros cuadrados cubren casi todos los ramos del comercio. Y también la carnicería, por supuesto. El pescado llega sólo algunos días, lo que se anuncia puntualmente por los altavoces del ayuntamiento (en Carcelén todo lo que importa se anuncia por los altavoces del ayuntamiento). Es cierto que allí no hay muchas cosas. Pero están bien abastecidos de tiempo y de calma, lo que yo necesito por encima de todo. Por eso, después de afanarme durante todo un trimestre, de preocuparme por mil cosas que tal vez no eran tan importantes, no puedo concebir placer mayor que el de pasar unos días en aquel pueblo, junto a aquellos vecinos que nos han acogido con esa franca cordialidad que sólo se encuentra entre la gente buena y sencilla. Charlar, volver a sentirnos una familia y parte de una comunidad. Disponer de horas y horas para leer, pensar y regar las plantas. Salir a pasear entre olivos y almendros. Escuchar la música del viento en los árboles. Sentarse a oír el silencio. Ser consciente de la redondez del planeta, de sus giros y rotaciones. De que la naturaleza existe y nos contiene. Y de que aquí, bajo la bóveda del cielo, todo es relativamente insignificante.
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