A Juan José Gómez Molina lo conocí el verano pasado en Carcelén, su pueblo natal. Él llevaba muchos años trabajando y residiendo fuera, sobre todo en Madrid, adonde se marchó siendo un muchacho para estudiar Bellas Artes en la escuela de San Fernando. El currículum artístico y académico de Juanjo es tan extenso que apenas bastarían dos páginas de este diario para contenerlo. Fue catedrático en cuatro universidades (Barcelona, Salamanca, Cuenca y, por último, la Complutense), realizó docenas de exposiciones, algunas de sus colecciones han sido adquiridas por instituciones como el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, publicó numerosos libros y se convirtió en referencia de la vanguardia artística española durante tres décadas. Juanjo fue uno de esos albaceteños que triunfaron y fueron reconocidos fuera de su provincia. Pero no por ello quiso renunciar a sus orígenes, lo que lo traía de vuelta a su pueblo cada vez que tenía oportunidad. En Carcelén, en la vieja casona familiar, Juanjo buscaba algo más que descanso. Allí preparaba nuevos proyectos, se reencontraba con parientes y amigos y recuperaba el entusiasmo de aquel muchacho que, muchos años atrás, se había ido a estudiar a Madrid. El vínculo de Juanjo con Carcelén era tan profundo que su pueblo y su tierra fueron frecuentes puntos de partida para su reflexión artística. En sus propias palabras: «Carcelén es mi tierra de origen y un ejemplo de cómo la experiencia vital más profunda está unida a lo más universal del ser humano». De paso, al regresar a su pueblo junto con su familia, se aseguraba de que sus hijos conservaran sus raíces y pudieran disfrutar de una infancia como la que él tuvo, una infancia de libertad en contacto con la naturaleza.
El verano pasado, cuando lo conocí, Juanjo tenía 64 años. Me lo presentó mi tío Esteban, uno de sus amigos de juventud, y de inmediato sentí una simpatía instintiva por aquel hombre de mirada chispeante y risa fácil. Un día nos invitó a su casa y nos mostró su trabajo. No entiendo mucho de arte pero, como buen aficionado a la fotografía, me asombró comprobar la enorme calidad de su obra en este campo. Creo que nadie ha abordado el desnudo fotográfico con la fuerza y la profundidad de Juanjo. Y prueba de ello es que por delante de su cámara han desfilado, además de docenas de modelos anónimos, algunas de las personalidades más importantes del arte y la cultura de este país. Un par de días después Juanjo vino a cenar a casa acompañado de su esposa y una de sus hijas. Una cena fría en una cálida noche de agosto, en el patio, bajo las estrellas. Horas inolvidables de charla y bromas durante las cuales tuve la sensación de haber encontrado a un maestro y un amigo, e incluso llegué a albergar la esperanza de que, en el futuro, podríamos trabajar juntos en algún proyecto. Pero la vida suele contrarrestar nuestras esperanzas con sus amargas lecciones, y apenas unos días después nos golpeó la noticia de que Juanjo había sido atropellado por un conductor borracho en las inmediaciones de Jorquera, y su vida se apagaba lentamente en el Hospital de Albacete.
Juanjo Gómez Molina falleció el viernes 24 de agosto de 2007, tras permanecer una semana en coma, mientras su pueblo de Carcelén se encontraba en plenas fiestas. Por deseo de la familia, el programa de festejos no sufrió alteraciones. Pero sus amigos y vecinos se negaron a continuar como si nada hubiera ocurrido. Las ventanas de la casa de Juanjo, en la calle principal, se llenaron de velas, de dibujos y de cartas de cariño. Y el día de su entierro el pueblo entero se volcó en una sobrecogedora manifestación de duelo, arropando a su familia y a otras personas que habían venido de fuera, gente de la talla de José Luis Cuerda, su amigo íntimo, o de Alejandro Amenábar, en cuyo debut como director Juanjo tuvo mucho que ver.
Han transcurrido más de seis meses desde la muerte de Juanjo, y en Madrid se han celebrado ya varios homenajes en su memoria, incluyendo la presentación del cuarto tomo del monumental tratado sobre dibujo que coordinó para la editorial Cátedra. Sin embargo, se empieza a echar de menos que el ayuntamiento de su pueblo tome alguna iniciativa para recordar a quien paseó con orgullo el nombre de Carcelén allá donde fue. Aunque nunca es tarde para rectificar. De hecho, acaban de llegarme noticias de que la Peña de Albacete en Madrid le prepara una homenaje para abril, lo que sin duda es un comienzo prometedor (aunque sea de nuevo en Madrid). Puestos a pedir, tampoco estaría de más que los responsables de cultura en el ayuntamiento de la capital, en la provincia y en la región se hicieran eco de la pérdida de un artista de su calibre. Tal vez una exposición retrospectiva o un libro. Lo importante es evitar que la cultura se convierta una vez más en el cuarto trastero de la política, el área donde nada importa, pues al parecer es la única que no pasa factura en las elecciones.
Sabemos que Juan José Gómez Molina estaba por encima de todas estas cosas, y que su vida y su obra lo justifican sobradamente sin necesidad de que los políticos lo hagan. No obstante, dicho queda.
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