Los medievales, que eran mucho más sofisticados de lo que tendemos a creer, utilizaban la alegoría como un modo de comprender este mundo y el venidero. Para los pocos que sabían leer había poemas y tratados. Para el vulgo ignorante estaban los pórticos, los capiteles y las pinturas de las iglesias y catedrales. Allí, explicadas en intrincados relieves y frescos, estaban todas las claves que necesitaba un hombre del siglo XII o XIII para integrarse en el orden social y asegurarse la salvación tras culminar su tránsito por este valle de lágrimas.
Nosotros, que nos creemos mucho más listos que nuestros antepasados, nos podríamos dar con un canto en los dientes si entendiéramos algo de lo que pasa aquí (el más allá se lo dejamos a la Conferencia Episcopal y a Iker Jiménez). Pero nos hemos acostumbrado a aceptar las cosas porque sí. Miramos la televisión, repasamos la prensa, nos dejamos bombardear por una infinidad de mensajes que a menudo son contradictorios. Y nuestra única conclusión es que de este guirigay no hay quien saque nada en claro, y que lo mejor es pegar la nariz al suelo y preocuparnos exclusivamente de nuestros asuntos. Siempre habrá quien se encargue de resolver «los grandes temas». Para eso pagamos impuestos. Para que nos gobiernen y nos dejen en paz. Con esta mentalidad, es muy probable que los señores feudales del medioevo tuvieran más problemas con sus siervos que nuestros gobernantes tienen con nosotros. Han perdido el derecho de pernada (o eso creo), pero en todo lo demás han salido ganando.
Con todo, lo cierto es que la tarea de entender el mundo (o de empezar a entenderlo) se ha convertido en un gigantesco desafío. Vivimos en un laberinto de espejos, con la salvedad de que un espejo que funciona correctamente devuelve un reflejo fiel de lo que hay ante él, mientras que los que nos rodean nos muestran sólo lo que les conviene a quienes los manejan. Nuestra realidad se halla tan fragmentada como esos montajes de los artistas conceptuales: cientos de monitores de televisión dispuestos en círculo, cada uno emitiendo sus propias imágenes y sonidos. Y en medio de este infierno visual y auditivo, el indefenso ciudadano aprieta los párpados y se tapa los oídos, abrumado por una realidad demasiado cambiante y compleja para intentar abarcarla.
Hoy quiero mirar hacia atrás y reivindicar la validez de la alegoría como herramienta para enfrentarse al mundo. Las de los medievales ya no nos sirven, por mucho que sigamos admirando la belleza de sus catedrales de piedra y de palabras. Hartos de contemplar infiernos de este mundo por la televisión, el infierno de Dante nos asusta lo mismo que un parque temático. Necesitamos encontrar alegorías a nuestra medida, modelos a escala de la realidad que nos permitan abarcar el conjunto sin perdernos en los detalles. La que propongo hoy es la obra de un novelista francés llamado Michel Houellebecq.
Alguien con un apellido tan difícil tiene que ser por fuerza un tipo retorcido (más retorcido que la firma de un loco, como diría cierto amigo mío con gran facilidad para las comparaciones ingeniosas). Y ciertamente Houellebecq lo es. Añadiré que es un grandísimo mala leche. Pero la suya no es una de esas malas leches castizas de carajillo y partida de dominó, sino una mala leche de envergadura cósmica. Si a eso le sumamos una inteligencia incisiva como un bisturí y una gran facilidad para fabular, habremos encontrado al perfecto artífice de alegorías.
El «campo de batalla» en el que transcurren las amargas ficciones de Houellebecq, ese lugar desolado por donde transitan sus personajes, es el mundo que habitamos, superpoblado de seres solitarios que se ven obligados a huir de sí mismos mediante el hedonismo, el sexo o las drogas. Se trata, sin embargo, de fugas sin esperanza, pues la realidad excluye los paraísos. La codicia, la satisfacción inmediata, el sexo despojado de afecto, los mensajes embrutecedores e incesantes de los medios de comunicación... Nada mejor cabe esperar. Los nuevos gurús hablan de formas de vida alternativas. Las religiones atontan a los seres humanos con falsas promesas. Algunas incluso los transforman en armas listas para ser disparadas en cualquier momento. Pero la única realidad es que estamos solos. Y además de soportar el peso intolerable de nuestra soledad, debemos enfrentarnos al horror de nuestra decadencia física, tal vez la única certeza en este mundo de espejismos. De todo esto, y de algunas cosas más, tratan libros como Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales, Plataforma o La posibilidad de una isla. No son libros aptos para depresivos, pero cada uno de ellos constituye una demoledora alegoría contemporánea.
Necesitamos a los creadores de alegorías mucho más que otras cosas que se nos antojan imprescindibles. Necesitamos sus lecciones, aunque nos duelan.
Es preciso que nos abran los ojos.
1 comentario:
Muy interesante tu artículo en verdad!!
Me encanta la cultura antigua y como una estudiante de canto (ópera) he estudiado la música desde la época antigua.
Felicitaciones y sigue adelante!
Saludos desde México!
Publicar un comentario