Cada mes de enero me hago análisis. Quiero decir que acudo a mi médico y me quejo de esto y de aquello. Y él, como profesional escrupuloso que es, me prescribe «una analítica», esa palabra solemne que sólo un título de medicina colgado en la pared da derecho a usar.
Hace poco le oí decir al cocinero Juan Mari Arzak que él nunca se hace análisis sin haber pasado antes por el balneario. Dos o tres semanas de dieta, ejercicio y aguas termales y los análisis le salen como los de un chaval. Con eso se queda el hombre tan feliz para todo el año. Tal vez luego las cosas empeoren, pero eso no figura en ningún sitio, y al chef le basta con el subidón de optimismo que le proporcionan sus análisis «a la carta».
Lo mío, masoquista que es uno, es más bien al contrario. Me voy a hacerme los análisis en plena cuesta de enero, con la mala conciencia de las Navidades encima, sabiendo que he engordado tres o cuatro kilos y que los turrones, las comilonas y las copitas de más van a quedar reflejadas con cifras de fuego en las hojas de mi analítica. El resultado es siempre la reprimenda del galeno, el propósito de reformarme y la promesa de no volver a pecar. Y después, salvo gripes o indisposiciones esporádicas, mi médico no me vuelve a ver el pelo hasta el año siguiente. He aquí el perverso ciclo de mi vida adulta.
Pero este año... ay... este año ha sido peor. Mis análisis de este año eran dignos del cerdito Porky. Y a las altas cifras de colesterol, triglicéridos y ácido úrico se han añadido algunas otras cosas cuya existencia ni siquiera sospechaba. Este año mi médico se ha puesto serio de verdad. En su gesto he visto tristeza y desaliento. Y por un momento temí que fuera a dejarme por imposible. «Anda, chaval, lárgate con viento fresco, haz lo que quieras, suicídate si así te quedas más a gusto». Juro que pensé que me lo diría. Pero él es un profesional como la copa de un pino, y lo que hizo fue darme los mismos consejos que los años anteriores (dieta, ejercicio, moderación). Ahora bien, esta vez lo hizo con expresión de empleado de funeraria. Logró acojonarme de verdad. Hasta el extremo de que, conforme salía de su consulta, corrí a apuntarme a un gimnasio.
Y con esto entramos en la parte tragicómica de este artículo.
Lo primero que hice fue comprarme un chándal nuevo. Tengo varios en casa, pero los uso para empresas tales como ir a comprar el periódico o ponerme cómodo, y casi todos están gastados por la parte de tumbarse en el sofá, además de convenientemente historiados de lamparones. De paso, y aprovechando las rebajas, me compré también unas zapatillas. Equipado con mi flamante ropa deportiva, me armé de valor y me presenté en el «gym».
¿Han tratado alguna vez de imaginar el infierno? Yo lo concibo como un lugar cerrado y sofocante, hormigueante de cuerpos castigados, sudorosos, sometidos a los suplicios más terribles. Exactamente como un gimnasio. Y además está el estruendo y el olor. Y unos tipos cachas unidos a máquinas diabólicas que se contemplan en espejos y elogian mutuamente sus bíceps y sus abdominales.
«¿Qué hago?», le pregunté tímidamente al instructor. «¿Te atreves con el spinning?». «Mmmm... el spinning... el spinning». Dios mío, qué vergüenza. Cualquiera le confiesa a éste, siendo profesor de inglés, que no tengo ni idea de lo que es el «spinning». Por miedo al ridículo (aunque sin gran convicción) que le respondí que sí, que haría eso que me decía. Y me tranquilicé un poco al ver que se trataba de una simple bicicleta estática. Había como treinta de ellas, cada una con su ocupante, y la cosa no parecía demasiado terrible. Pero entonces llegó el monitor y se subió en la suya (que estaba iluminada por debajo como la pista de una discoteca rural). Luego conectó un espantoso chumba-chumba a todo volumen y empezó la sesión de «spinning». Y resultó que aquella maldita bicicleta estaba durísima, que el sillín lo tenía de adorno (había que mantener el culo despegado de él) y que, además de pedalear, se nos pedía que hiciéramos flexiones y todo tipo de movimientos difíciles y agotadores, cosas que a nadie se le ocurriría hacer encima de una bicicleta. Acabé la sesión de «spinning» como pude y descubrí que las piernas no me sostenían. Luego me arrastré hasta mi casa y me fui a acostarme.
Al día siguiente me dolían músculos que ni siquiera sabía que tenía. Mis piernas eran dos troncos rígidos y doloridos. Mi espalda me hacía gemir con cada movimiento. Después tuve síntomas todavía peores. Consulté en internet, ese paraíso del hipocondríaco, y llegué a pensar que había reventado.
Hoy ya me encuentro mejor, muchas gracias. He ido a ver a mi médico para contarle esta misma batallita y me ha pedido (Dios le bendiga) que me lo tome con más calma.
Por una vez, Carlos, voy a hacerte caso.
1 comentario:
exactmanente lo que esta pasando quiero gritar del dolor me cai de la bici apenas me baje no aguanto dolor de la contractura ....me fui al medico me dijo que me dedique al yoga jajaja y donde encontre esto en paraiso del hipocondriaco ...parece quue escribiste este articulo para mi!!!!!!!
Publicar un comentario