Soy
aficionado a coleccionar relojes, lo que me ocurre desde que me regalaron el
primero, cuando hice la primera comunión. Por desgracia, no conservo aquel
relojito, pero recuerdo muy bien que en su esfera se leía que había sido
fabricado en Suiza y que contenía 17 rubíes, lo que a mí se me antojaba
sencillamente fascinante. Más de una vez tuve la tentación de abrirlo para
admirar las pequeñas joyas que refulgían dentro de su caja, que yo imaginaba
como una cueva de Alí Babá en miniatura. Años más tarde supe que se trataba de
rubíes sintéticos, y que todos los relojes mecánicos los incorporaban para
evitar el desgaste de sus engranajes. Pero este ya fue un descubrimiento de
adulto, de la época en que el mundo había dejado de ser un lugar de sorpresas y
maravilla. Ahora me sirvo de internet para abastecerme de relojes. Ya hablé en
una ocasión de mi reloj de Mickey Mouse, adquirido como recuerdo y homenaje a
un amigo que murió hace muchos años. Hace poco compré un reloj digital de
diseño retro que con solo mirarlo me devuelve a los días del instituto (la
maldita nostalgia). Mi última tentación es hacerme con un reloj «monaguja»,
equipado con una única manecilla, la que marca las horas. Convengo en que su
utilidad como instrumento para medir el tiempo es discutible, pero debe de
resultar muy relajante deshacerse de los minutos y segundos y poder contemplar
el día en su conjunto, como un hombre de épocas pasadas o un jubilado. Mejor
aún, tal vez le pregunte a mi padre si guarda todavía aquel primer reloj de los
17 rubíes. Dicen que en toda vida hay un punto de inflexión, y que una vez
superado este todo camino es un camino de regreso. Creo que ese pensamiento
esconde una gran verdad.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/11/2016
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