El viernes pasado dediqué esta columna al libro
electrónico, pero me quedó la sensación de que me había dejado muchas cosas en
el tintero, sensación que me confirman algunos amigos y lectores. Miguel Ángel
Ortega, por ejemplo, me señala que el libro electrónico ha hecho aumentar en
mucha gente inquietud por la lectura, pero únicamente porque proporciona un
acceso cómodo y gratuito a lo que antes suponía un desembolso o la necesidad de
echar mano de las bibliotecas o de la buena generosidad de los amigos. Y aquí
es donde nos topamos con el problema principal de esta nueva forma de leer: la
piratería. Cierto es que la piratería editorial ha existido prácticamente desde
siempre. A Cervantes ya le piratearon su Don
Quijote a los pocos meses de la primera edición. De hecho, la segunda
edición de El ingenioso hidalgo se
publicó en Valencia sin permiso del autor y sin que este viera un real de los
beneficios que generó. En América Latina (sobre todo en México, Perú y
Colombia) los grandes lanzamientos editoriales provocan un alud de ediciones
piratas que se venden en puestos callejeros, libros que se confeccionan por el
procedimiento de escanear las páginas y las cubiertas del libro original. Pero
la piratería asociada al eBook no es un fenómeno de top manta. Cualquier usuario del dispositivo sabe de la existencia
de varios portales en internet donde es posible descargar versiones
electrónicas de títulos recientes de forma sencilla, rápida y gratuita. Sin
ánimo de justificar esta práctica, debo señalar que lo que motiva a quienes
mantienen estas webs no es el afán de lucro, y que en la mayoría de los casos
se trata de empresas colectivas a las que todos los usuarios hacen
aportaciones. No obstante, se trata de descargas ilegales de un material que
posee propietarios y copyright, y por lo tanto provocan un perjuicio económico
para autores y editores, y naturalmente también para los libreros. Señala
Miguel Ángel Ortega que ciertas personas se ufanan de tener almacenados en sus
dispositivos de lectura tantos títulos que «ni ellos ni toda su estirpe hasta
que se extinga tendrán tiempo de leerlos». Así pues, no existiría lo que en
lenguaje jurídico se conoce como «lucro cesante», pues se trata de libros que
de todos modos no se venderían. Muy cierto. Pero también conozco casos cercanos
de lectores genuinos que descargan y leen libros que, de otro modo, comprarían
sin lugar a dudas, lo que plantea un problema de difícil solución. No es que
sea yo muy partidario de mantener engrasadas a toda costa las ruedas del
negocio editorial (al menos tal y como este funciona hoy en día), pero todo
negocio necesita generar beneficios, y el pirateo de libros, además de ser
ilegal, pone a todos los profesionales del sector al borde del precipicio.
Olvidémonos de la idea de que la cultura ha de ser gratuita y universal, como
la sanidad y la educación. La cultura es una industria y ha de funcionar como
tal o no funcionará en absoluto. Es cierto que las editoriales han dejado de
ser un vehículo para que los buenos autores lleguen a los lectores y se han
convertido más bien en un obstáculo. Los editores vocacionales como Mario
Muchnik y Carlos Barral han pasado a ser figuras románticas del pasado, y quien
ahora maneja el cotarro es el editor-ejecutivo que se guía por criterios
exclusivamente comerciales. De este modo, solo los autores que ya han probado
su comercialidad siguen publicando, creando un círculo vicioso que le cierra el
paso a los nuevos valores, salvo excepciones contadísimas. El libro
electrónico, sin embargo, abarata de forma drástica el coste de poner un título
en el mercado. Desaparece el papel, desaparece la imprenta y la distribución se
simplifica de tal modo que para que el libro llegue a los lectores basta con un
ordenador y una tarjeta de crédito. Pero esto puede ser un arma de doble filo,
pues esa misma facilidad y ausencia de riesgo financiero facilita que se pongan
en circulación libros de dudosa calidad que de otro modo jamás habrían visto la
luz. Aunque, bien pensado, tampoco es que la calidad literaria preocupe mucho a
las grandes editoriales, que favorecen a Belén Esteban y Jorge Javier Vázquez
en detrimento de voces interesantes que jamás llegaremos a oír, porque los
famosillos de turno copan los catálogos y las mesas de novedades de las
librerías. Por otro lado, ¿es realmente cierto que los libros electrónicos se
venden a un precio sensiblemente inferior a los de papel? La respuesta no es
sencilla. Tomemos, por ejemplo, la última novela de Pérez-Reverte, El francotirador paciente, publicada por
Alfaguara. El precio de la edición en papel en Amazon es de 18,53, euros, y el
de la edición digital de 9,49, es decir, prácticamente la mitad. Sin embargo,
al comprar un libro en formato tradicional estamos adquiriendo un objeto con
peso, masa y corporeidad. ¿Qué nos ofrece un libro electrónico salvo un montón
de electrones chisporroteando en un disco duro? Además, por estas tierras no
estamos educados precisamente para desembolsar nueve euros en aquello que
podemos obtener gratis. Un gran problema, en efecto, tan grande que el espacio
de esta columna se me ha agotado sin haber podido vislumbrar siquiera las
soluciones, lo que me obliga a estirar este asunto hasta la semana que viene.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/1/2014
2 comentarios:
Me permito una pequeña puntualización por la tangente: Jorge Javier Vázquez, un tipo odioso donde haya siete, es filólogo. No me interesó en absoluto lo que contaba en su libro, ya lo había leído mil veces. Pero reconozco que el libro, al menos estructuralmente, está bien escrito, mejor que los de muchos reconocidos académicos.
Y sí, pido disculpas por tener la manía de leer absolutamente todo lo que cae en mis manos :)
Isa
No veo la inexistencia de un soporte tangible como una razón para no adquirir un libro electrónico. Es verdad que el libro posee determinadas cualidades físicas, pero creo que son cuestiones accesorias, sin duda a disfrutar pero que no forman parte de la esencia del libro, que es su contenido. Sería como decir que no puedo disfrutar de una buena comida si no utilizo una buena cubertería.
En cuanto a la escasa longevidad del soporte electrónico, tampoco es una razón teniendo en cuenta las calidades de edición que se llevan en los tiempos que corren, con esa pasta de papel pulp y ese encolado americano de las encuadernaciones actuales que a los pocos años está para tirar. Mis libros de hace 70 años están en general en mejor estado que los de hace 10. Sintomático, sin duda.
Quizá debamos acostumbrarnos a que el repositorio físico único de la cultura se encuentre en las bibliotecas, y que nosotros podamos disponer de nuestras ediciones electrónicas personales (incluyendo sus anotaciones, subrayados, etc.).
Finalmente, tengo amigos editores que han podido lanzar sus libros gracias a internet. Parte de esos libros han visto la luz precisamente por ser editados en formato electrónico. Hoy los Herraldes y los Barrales tiran de internet como un medio para no dejarse la vida y los bienes en la empresa; son menos mediáticos y sus reuniones no se parecen a las del círculo de Bloomsbury, (y seguro que beben menos), pero están ahí.
El problema de la piratería es, a mi modo de ver, grave pero resoluble. Creo que la solución esté en implantar una moral social adecuada, en la que la descarga pirata sea concebida realmente como un robo, como algo reprochable y prohibido. Sigue existiendo un extraño concepto del hacker como Robin Hood y de la ínformación de la web como un bien público y disponible por todos, que sería preciso replantearnos.
Con el tiempo y con el debido impulso colectivo y político se consigue la siembra y el asentamiento de esas reglas morales, como se ha conseguido con otras cuestiones en temas como el respeto medioambiental o el consumo respetuoso de tabaco, por poner dos ejemplos que me vienen a la cabeza.
Perdón por el rollo, pero me ha parecido un tema interesante.
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