Ahora triunfa cierto programa en el que unos famosos
practican el salto de trampolín. Tan de moda está que juraría que lo he visto
en dos versiones distintas de dos cadenas rivales. Me resulta difícil
comprender la predilección del espectador medio por tan deplorable espectáculo.
Ni siquiera conozco al espectador medio, pero debe de tratarse de una persona de
notable influencia, porque él solito se las compone para convertir un simple bodrio
en un éxito masivo. Si quienes saltaran desde el trampolín fuesen campeones
olímpicos el asunto sería más fácil de comprender. Pero mucho me temo que los
motivos que empujan al dichoso espectador a ver determinados programas e
ignorar otros no tienen mucho que ver con la razón ni con el sentido común. Si
hacemos un poco de memoria televisiva, no es difícil recordar programas que han
utilizado una fórmula parecida. El primero fue quizás aquel especial que hacían
en Nochebuena en el que las estrellas de la tele aparecían cantando y bailando,
o simplemente haciendo el indio. Luego comenzamos a ver a los famosos como
concursantes, a veces formando pareja con un ciudadano anónimo, y con
frecuencia haciendo el ridículo. Pero el antecedente más directo de esta cosa
del trampolín quizás sea aquel reality
en el que una serie de personajes populares eran abandonados en una isla
tropical y tenían que buscarse allí la vida. Se trataba de una especie de Gran Hermano del famoseo más cutre y
casposo. Baste con decir que uno de los momentos culminantes del show fue la
retransmisión de un ataque de ácido úrico del infame Paquirrín. En la misma
tónica, lo que menos importa en el programa de los saltos de trampolín son los
saltos en sí, sino todo lo que precede al salto. Me refiero al aparente calvario
que los concursantes han de pasar antes de lograr algo parecido a un salto
decente. De hecho, el grueso del programa está compuesto por imágenes de los
entrenamientos en las que vemos al famoso en sus momentos más comprometidos y humillantes,
aquellos que normalmente una persona normal trataría de esconder a toda costa.
Los vemos muertos de miedo. Los vemos ejecutar saltos grotescos que culminan en
costaladas absolutamente vergonzantes. Asistimos a sus ataques de ansiedad, a sus
lesiones y a sus sesiones de fisioterapia. Por último, el presentador (con una
pluma de aquí te espero) presenta el salto propiamente dicho. Ese es el momento
culminante del espectáculo, el momento en que el televidente ruega para que el
famoso haga el ridículo o se meta el castañazo del siglo.
Una vez analizados todos estos componentes, he
llegado a la conclusión de que el éxito del programa estriba precisamente en
eso, en la esperanza de ver al famoso vejado, humillado o aplastado contra el
agua tras una caída de varios metros. Si los concursantes fueran ciudadanos
anónimos, la cosa no tendría la menor gracia. Pero al tratarse de rostros
familiares, de personas conocidas, el morbo está servido. De algún modo, es
como si quien se precipita al vacío fuera ese vecino a quien tanta manía le
tenemos, el que aparca su Audi junto a nuestro modesto utilitario y nunca
saluda en el ascensor, o el cuñado que nos amarga las cenas navideñas
contándonos lo bien que le van las cosas, o el compañero de trabajo que todas
las vacaciones viaja a algún destino exótico y luego nos da la tabarra con las
fotos y las anécdotas de sus aventuras. La gente disfruta viendo cómo esos
famosos se despeñan porque cumplen la función de chivos expiatorios. Cuando los
vemos sufrir y lesionarse, percibimos armonía y orden en el universo, pues lo
justo es que todo idiota reciba su castigo. Claro está que cobran sus buenos
billetes por ello, pero hacen su papel.
Y ya puestos, lo que revolucionaría completamente el
género de los reality sería que el
famoso lanzado desde el trampolín no perteneciera al mundo del espectáculo,
sino al ámbito de la política. ¿Se imaginan el inenarrable placer de ver a
Rajoy, a de Guindos o a Montoro tratando de hacer el salto del ángel desde la
palanca de diez metros? Qué estimulante y perturbador resultaría ver a la
señora de Cospedal pegarse el gran batacazo con sus turgentes carnes embutidas
en un bañador de licra. ¿Y qué tal una versión local del show en la que los
saltadores fuesen la señora alcaldesa y su equipo de gobierno? La ex concejala
de Los Yébenes, convertida en famosa por su vídeo onanista, ya ha tomado la
delantera. Dejo la idea sobre la mesa por si algún productor avispado quiere
aprovecharla. Como no soy partidario de los excesos, espero que no se les
ocurra suprimir el agua de la piscina.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/5/2013
1 comentario:
Me parece genial la sugerencia.
Yo no suelo ver la tele y los reality...ni te cuento. Pero prometo que si los vejados son la Espe, el Rajoy, el Rubalcaba, el Montoro.... me pego a la pantalla y no la suelto hasta que alguno de ellos se haga trocitos.
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