Cuando era crío estaba convencido de que el mundo desaparecía por las
noches. Creía que cuando yo cerraba los ojos toda la gente y todas las cosas
ingresaban en una suerte de limbo, un estado de animación suspendida del que no
emergían hasta la mañana siguiente, en el momento en que yo despertaba. Me
llevé una sorpresa mayúscula cuando mis padres me explicaron que las cosas no
eran así, que la vida seguía por las noches, y que incluso había gente que
trabajaba mientras la inmensa mayoría descansábamos. Me pusieron como ejemplo a
los serenos, unos hombres extraños que recorrían las calles de madrugada provistos
de un manojo de llaves, y a los que yo había visto durante los paseos que
dábamos en las noches de verano para mirar las lagartijas de las fachadas. Los
serenos me daban algo de miedo porque no estaba muy seguro de cuál era su
función, y me parecía que aquello de deambular por ahí a la luz de la luna era
más propio de malhechores que de gente de bien. Pero no solo estaban los
serenos, me revelaron mis padres. De hecho, había multitud de personas que
tenían que trabajar de noche para que otros pudiéramos dormir tranquilos: los
hombres que recogían la basura, los policías y bomberos, los médicos, las enfermeras,
los panaderos, los conductores de trenes y autobuses nocturnos, y muchos otros
que se encargaban de mantener las cosas en orden y se aseguraban de que todo
estuviera listo a la mañana siguiente, cuando los durmientes nos desperezábamos
y empezábamos la jornada. «Alguien tiene que poner las calles», me dijo mi
madre. Y aquello me confirmó que mis
sospechas no eran del todo infundadas. A fin de cuentas, ¿qué propósito podían
tener las calles de noche si nadie las utilizaba? Alguien tenía que ponerlas
cada madrugada. De otro modo nos encontraríamos sin vías públicas por la
mañana, lo que resultaría un gran engorro.
Pero ocurrió que con el tiempo llegué a atribuir a estas gentes
nocturnas una responsabilidad aún mayor, una responsabilidad casi metafísica.
Llegué a pensar en ellos como una especie de guardianes de la realidad. ¿Qué
ocurriría si todos, absolutamente todos, nos quedásemos dormidos a la vez? ¿Qué
sería del mundo si no hubiera ni un solo ser humano consciente para poder observarlo?
Creo que sobrevendría una catástrofe, que si de pronto no quedara ni una sola
mente consciente, la realidad se desmoronaría como un castillo de naipes. Me
imagino el momento terrible en el que todos despertásemos para descubrir que
este mundo que tanto nos ha costado construir y mantener ha desaparecido por
completo, borrado y convertido en una especie de tabula
rasa donde todo está por hacer y por organizar. Qué
pereza, ¿verdad?
Por suerte no parece que el riesgo de que eso ocurra sea muy grande,
porque siempre hay personas que velan mientras los demás dormimos. Ellos
piensan que están recogiendo residuos, trabajando en sus fábricas, cuidando
enfermos o desmantelando botellones. Pero se equivocan. Su función es mucho más
sutil e importante de lo que creen. Ellos
se mantienen despiertos para que el mundo real pueda seguir existiendo. ¿Pero cuál
es el número mínimo de mentes despiertas que el mundo necesita para no sucumbir
a la inexistencia? Quizás estemos rozando ese mínimo sin saberlo y nos
encontremos al borde de la nada. Qué responsabilidad tan enorme la de las
personas que trabajan en turnos de noche. Propongo que establezcamos turnos de
insomnes que abarquen al menos a un tercio de la población adulta. Eso quizás
serviría para que esta realidad, que últimamente se está comportando de un modo
un tanto errático y volátil, adquiriera solidez. Puede que así no nos despertásemos
cada mañana con la sensación de que el mundo, tal y como lo conocemos, está a
punto de irse al garete. Porque ustedes también tienen esa sensación, ¿verdad?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/6/2012
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