Hace unos días
mi amiga tiró su smartphone por el retrete. No lo hizo a propósito. Fue uno de
esos accidentes cuya trascendencia resulta mucho mayor de lo que podemos
imaginar en un principio, como quien se lanza a la piscina haciendo el tonto y
acaba tetrapléjico de por vida. Ella llevaba su smartphone en el bolsillo de
atrás de los vaqueros y se disponía a usar el inodoro. Cuando se dio cuenta, el
artilugio estaba sumergido y ni sus reflejos felinos le bastaron para evitar la
catástrofe. Lo recuperó al cabo de un instante, pero al parecer el agua se
había filtrado en los delicados entresijos del aparato, y ni siquiera una
prolongada exposición al sol del mediodía bastó para resucitarlo. Adiós a su
contactos, a sus sms, a sus whatsapps y a todas esas cosas que se han
convertido en nuestro vínculo con el mundo y nos mantienen anclados en la
realidad. Ahora mi amiga se muestra desconsolada. Yo le he prestado uno de mis
viejos móviles, pero el aparato dista de ser "smart"
("listo" en inglés). De hecho es un móvil bastante bobo, de los que
solo sirven para enviar y recibir llamadas, y poco más. Mi amiga no puede soñar
siquiera con conectarse a internet desde cualquier esquina, como hacía con su
su móvil antes de la zambullida. Me temo que se siente un poco alienada, como
si de repente se encontrara en una tierra extraña, o en otra época, o en otro
planeta. La pobre ha tratado de obtener ayuda en la tienda de telefonía donde
adquirió el aparato, pero los dependientes se han mostrado poco comprensivos
con sus cuitas. Las empresas de telefonía móvil cada vez me recuerdan más a los
bancos. Son encantadores hasta que nos tienen en sus garras. Y luego que nos
parta un rayo.
Le he dicho a
mi amiga que me gustaría poder ayudarla, pero confieso que no he sido del todo
sincero. La pura verdad es que ella me gusta mucho más ahora que antes, cuando
su smartphone todavía estaba intacto. Me ponía muy nervioso verla sacar el
aparatejo del bolso cada cinco minutos para observar mesmerizada la pantalla, o
para pulsar secretas combinaciones de teclas sin brindar la menor explicación,
a menudo dejándome con la palabra en la boca. Ahora nuestra relación ha
mejorado mucho, libre por fin de esas molestas interrupciones, de esas
injerencias de entes invisibles y misteriosos interlocutores. Es más, abogo por
crear un movimiento para que todos arrojemos nuestros smartphones por la taza
del váter y luego tiremos de la cadena. De ese modo acabaríamos para siempre
con esas surrealistas escenas que cada vez son más frecuentes: grupos de amigos
reunidos en torno a una mesa que se ignoran mutuamente, cada uno concentrado en
la información que recibe a través de sus teléfonos.
Sí, ya sé que
todo esto suena a monserga de carrozón impenitente, pero he llegado a la
conclusión de que estos juguetitos a los
que tan aficionados nos hemos vuelto no han servido para hacernos más felices,
sino todo lo contrario. No sería mala idea que en estos tiempos en las que
tantas cosas están prohibidas, se prohibiera también el uso de teléfonos
móviles en locales públicos. Supongo que la gente saldría a la calle para darle
a la tecla al tiempo que le asesta nerviosas caladas a su cigarrillo. Pero al
menos veríamos cómo los amigos vuelven a mirarse a la cara para conversar. Soy
consciente de que mi amiga sobrelleva con dificultad su síndrome de
abstinencia, pero lo cierto es que la encuentro mucho más simpática desde que
su smartphone hizo gluglú. He descubierto que tiene un voz preciosa y una
mirada muy seductora. Y hasta juraría que estoy empezando a enamorarme de ella.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 18/6/2012
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