La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 7 de mayo de 2012

Bienvenidos al futuro



Como ayer era domingo me levanté tarde. Lo primero que hice fue echarle un vistazo a mi smartphone por si había alguna novedad. Comprobé que, en efecto, un par de amigos me habían mensajeado por whatsapp. Me tengo por un tipo cortés, de modo que dediqué unos minutos a responderles. Resultó que uno de ellos estaba on-line y quedamos en vernos en la Plaza Mayor al cabo de un rato. El  plan era echarle un vistazo al puesto de libros de Jesús y luego tomar unas cañas.
Después de desayunar encendí el ordenador. Tenía varios emails pendientes de respuesta y algunas pujas por eBay de las que ocuparme. En fin, que entre respuestas y pujas se me pasó el tiempo y me di cuenta de que ya casi era la hora a la que había quedado con mi amigo. Me dispuse a salir pitando. Pero justo entonces sonó mi móvil y resultó que era él. Me dijo que se le había estropeado el router wi-fi y que estaba muy deprimido, que si no me importaba dejábamos las cañas para otro día. Como soy una persona comprensiva, le respondí que claro, que no se preocupara, que compartía su dolor y esperaba que su problema se solucionara pronto.
Me dispuse entonces a irme yo solo a ojear libros en el puesto de la Plaza Mayor, pero de pronto sentí una pereza enorme. Al fin y al cabo, tengo almacenados unos quinientos libros sin leer en mi e-reader. Me pareció que lo mejor sería volver al ordenador y ver si había alguien conectado. Y resultó que varios de mis contertulios cibernéticos habían decido emplear la mañana en los mismos menesteres que yo. En el Messenger había tres, y en Google Talk nada menos que ocho. Al final me vi obligado a mantener media docena de conversaciones a la vez. Y como soy ducho en estas lides, me las ingenié para charlar con total coherencia en cada una de ellas, sin confundir a los interlocutores ni mezclar asuntos, y eso que algunos de los temas requerían cierto nivel de exigencia y concentración. Con un gratificante cosquilleo me dije que aquello era lo más parecido a gozar del don de la ubicuidad, sobre todo porque aún me dio tiempo a enviar dos sms y postear un par de tweets.
Con todo esto se habían hecho ya las dos y media, por lo que quedaba descartado bajar a la calle a dar una vuelta. Me hice la comida y procedí a ingerirla, y a continuación me eché una siestecita en el sofá tras fatigar durante un rato los botones de mi mando a distancia, que me permite elegir entre los ciento y pico canales que recibo a través de mi conexión de fibra óptica. Antes de quedarme dormido, me prometí que por la tarde leería un rato, llamaría a algún amigo y me iría a dar una vuelta.
Ocioso resulta decir que no hice ninguna de las tres cosas. La tarde la dediqué al Facebook, donde tengo cerca de seiscientos amigos que requerían mi atención urgente. Parte del tiempo lo empleé en cotillear todas las nuevas fotos (bodas, viajes y fiestuquis varias). También leí algunas opiniones que no me interesaron demasiado, pero a las que respondí con un diplomático «me gusta». Miré algunos vídeos graciosos o pseudoartísticos y chateé con media docena de amigos que mostraron interés hacia mi persona. Luego cené dos yogures, porque no me daba tiempo a nada más. Todavía tenía que contestar otros tres emails y actualizar mi blog. Antes de dormir miré el libro que languidece desde hace meses sobre mi mesilla. Quizás mañana, viejo amigo.
Y apagué la luz.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/5/2012

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