Hoy he decidido contar una historia con la esperanza de que los lectores la hallen, cuando menos, curiosa. Trata de un cuento que leí hace muchos años, y de cómo los ecos del pasado a veces reverberan con fuerza en el presente. (El título se lo he birlado a Paul Auster. Y no es la primera vez).
Vamos a exponer los hechos por orden. En 1984 yo estudiaba cuarto de Filología en Valencia. Mi profesor de inglés de aquel año, uno de los mejores profesores que tuve y que tendré, se llamaba Enrique y era especialista en literatura norteamericana. Un día Enrique nos propuso un ejercicio distinto. Consistía en leer un relato, analizarlo y luego tratar de escribir un texto original inspirándonos en él. Para ello repartió fotocopias de un cuento aparecido el año anterior en la conocida revista norteamericana Harper’s Magazine. Su título era Last Respects (algo así como «Homenaje póstumo»). Su autor se llamaba Lamar Herrin.
El relato, hermosísimo, hablaba de la muerte, de la memoria, de saldar las cuentas con el pasado. Un matrimonio del Medio Oeste celebra una segunda luna de miel haciendo el proverbial viaje «de costa a costa», con destino final en California. Mientras conduce por las carreteras de Oklahoma, el marido rompe a llorar. La mujer lo acosa hasta que él confiesa que, al cruzar Oklahoma, se ha acordado de una novia que tuvo en la universidad, una chica de allí. La joven regresó a su casa para una breve visita y poco después él supo que había fallecido. Eso ocurrió más de veinte años atrás. Desde entonces, esa novia muerta había permanecido en un compartimiento estanco de su memoria, un lugar cerrado donde no pudiera causarle dolor. Pero hoy, al atravesar su estado, el recuerdo ha renacido con fuerza devastadora. De pronto se han borrado los años de convivencia con su esposa, sus proyectos comunes, sus hijos. Sólo estaba esa novia muerta. Y las lágrimas han brotado desde un lugar muy profundo donde ese dolor antiguo seguía latente. Él no quiere darle mayor importancia, pero su mujer decide que no se irán de Oklahoma sin encontrar la tumba de esa chica. De ese modo su esposo podrá ponerle flores, rezar una oración, reconciliarse con un pasado que nunca pudo dejar atrás.
La historia de aquella pareja que recorría la América profunda en busca de una tumba supuso una gran conmoción para mí, y no creo exagerar si digo que tuvo mucho que ver con en el nacimiento de mi vocación literaria. Tengo numerosos motivos para recordar a Enrique García Díez, mi profesor, con gratitud y admiración, y el regalo de este cuento no es el menos importante. Poco después de que yo obtuviera mi licenciatura supe que Enrique había fallecido, cuando era ya catedrático del primer departamento de literatura norteamericana creado en una universidad española. Tenía algo más de cuarenta años, la edad que yo tengo ahora.
Recientemente, mientras trataba de poner orden en mis cosas, las fotocopias amarillentas de aquel cuento cayeron de entre un montón de papeles viejos. Fue uno de esos momentos en que el pasado nos visita de repente. Pero, más allá del arrebato de nostalgia, sentí la necesidad de difundir aquella historia en mi país. Recurrí a ese grandísimo fisgón que es Google, donde averigüé que Lamar Herrin, el autor del cuento, era profesor de literatura y escritura creativa en la universidad de Cornell, estado de Nueva York. Y de paso obtuve una dirección de correo electrónico gracias a la cual pude contactar con él.
Lamar Herrin es un novelista de gran prestigio en su país, y espero que pronto también en el nuestro. El profesor Herrin, gran conocedor de nuestro idioma, tuvo la amabilidad de guiarme en la apasionante tarea de traducir su relato, cuya versión española aparecerá muy pronto, junto con el original inglés, en el próximo número de la revista de creación Barcarola, en su sección de «traducciones inéditas». Creo que hasta aquí la historia ya reúne bastantes elementos de interés. Pero cuando esa «música del azar» sonó de verdad fue cuando Lamar me dijo que su mujer, igual que la mía, es valenciana, y que ambos estarían en Valencia entre los meses de febrero y mayo.
Hace unos días estuve en su casa y compartí con él y con Amparo, su esposa, unas horas inolvidables. Recordamos a Enrique García, que había sido amigo de Lamar. Le rendimos un homenaje póstumo al amigo y al profesor. Hablamos de muchas cosas. Por supuesto, hablamos de literatura. Y me asombró saber que ha conocido bien a algunos escritores que para mí son monstruos sagrados, como al mismísimo Raymond Carver (a quien él llama Ray).
Dentro de muy poco Lamar será mi invitado.
Hace más de veinte años leí un relato que nunca olvidé. Hoy puedo llamar amigo a su autor. Cuesta creer que esto haya ocurrido por casualidad. Si ha sido así, el azar ha interpretado para mí una de sus melodías más hermosas.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 15/2/2008
Columna: "La Ley de Murphy"
1 comentario:
Magnífico artículo.
Por cierto, "y el regalo de este cuento no es el menos importante", frase borgiana donde las haya.
Un abrazo.
Joserra.
Publicar un comentario