Vivimos enterrados en la realidad, apenas capaces de asomar la cabeza por encima del torbellino de los días. La abundancia de detalles nos aturde y hace que todo nos parezca aleatorio y vacío de significado. Mirar la vida tal vez sea como mirar una pintura: necesitamos calma y distancia. Tan sólo entonces los detalles se funden en el conjunto y emergen los auténticos contornos de la realidad, sus perfiles y simetrías, los valles y crestas que conforman su paisaje. Sub specie aeternitatis, («bajo el aspecto de la eternidad»), así denominaba el filósofo Spinoza a este modo de contemplar el mundo que consiste en elevarse por encima de lo inmediato y lo accidental. Considerar las cosas desde la perspectiva de la eternidad es el ejercicio que hoy propongo como pasatiempo veraniego. Entiendo que la idea inspire cierta pereza, pero ¿acaso no son las tardes lentas y perezosas del verano las más adecuadas para este tipo de elucubraciones? ¿Quién puede pensar desde lo eterno un día laborable de febrero a las nueve de la mañana? Por eso hoy he decidido sacudirme la modorra y prescindir de la siesta. Quiero mirar el mundo bajo el aspecto de la eternidad, aunque en la calle arda un sol asesino y el alquitrán se pegue a las suelas de los zapatos, aunque los pájaros caigan asfixiados de los árboles, aunque en esta tarde bochornosa de julio el único proceder sensato sea bajar las persianas, conectar el ventilador y buscar alivio y olvido en la penumbra del dormitorio.
martes, 11 de septiembre de 2007
Tardes lentas
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