En la esquina de mi calle acaban de abrir un pub irlandés. Dada mi
afición a la cerveza y al mundo anglosajón, la inauguración del local me alegró
el día. No en vano algunos de los mejores momentos de mi juventud
transcurrieron en dichos establecimientos (aunque en su versión británica), con
una pinta de bitter en la mano, una partida de dardos o de billar en curso y
algunos amigos ingleses en estado de embriaguez, que es el estado más habitual
de los ingleses. Tienen una atmósfera especial los pubs. Son sitios
paradójicos, diría yo. Sitios que invitan a la vez al recogimiento y a la
juerga, a la conversación pausada y al exceso alcohólico, sitios donde Mark
Knopfler se codea con The Clash, todos hermanados por ese rito nacional que es
la borrachera del viernes por la noche.
En fin, que ayer me adentré muy contento en el pub irlandés que han
abierto en la esquina de mi calle. Desde el exterior tiene una pinta muy
atractiva, con paneles de madera en los que se anuncian «wines &
liqueurs» y en los que se invita al viandante a degustar la gran variedad de
cervezas de barril que se ofrecen dentro. Lo que encontré en el interior, sin
embargo, no me gustó tanto. No digo que hayan escatimado en detalles de
ambientación. En la decoración abundaban los cuadritos de verdes praderas y
calles del viejo Dublín, los carteles en inglés y demás parafernalia. Pero era
todo tan postizo que, más que un pub irlandés, aquello parecía el decorado de
una película barata, o quizás la versión de uno de estos locales que cabría
encontrar en un parque temático. El colmo de lo kitsch era un rincón en el que
habían simulado una biblioteca llena de títulos de autores británicos (jamás vi
una biblioteca en un pub), pero en la que los libros eran de imitación. Para
colmo del escarnio, sobre la chimenea de pega habían colocado un retrato de
James Joyce, que a buen seguro debe de estar revolviéndose en su tumba. Decidí,
no obstante, ser generoso y acercarme a la barra para darles una última
oportunidad. Lo primero que me asaltó fue un fuerte olor a fritanga, que más me
recordó a infame bareto de barrio que a un genuino pub irlandés, donde los
aromas reinantes suelen ser los del alcohol, el serrín y los orines. Pero lo
peor fue la escasez de cervezas de barril que había en oferta. Resignado, pedí
media pinta de guinnes, y me la sirvieron acompañada de una de esas tapas
grasientas que tanto se estilan ahora en la hostelería de Albacete. Vamos, que
no había forma de imaginarse a Leopold Bloom entrando allí para pedirse un
plato de riñones de cordero.
Lo cierto es que no sé muy bien lo que esperaba, habida cuenta de que
este tipo de establecimientos no son muy distintos de los McDonald’s y de los
restaurantes chinos. Se trata de locales clónicos en los que la globalización
alcanza los peores extremos de vulgaridad. Pero, puestos a pensar en ello, ¿por
qué no globalizar algo más autóctono? Y no me refiero a esos horrorosos bares
de ambiente sevillano, que vienen a ser lo mismo que los irlandeses, pero
a base de fino y pescaíto, sino a
nuestro entrañable Bar Vidal, con su barra llena de abuelitos, sus azulejos de
color amarillo, su cocina atendida por simpáticas señoras de Pétrola y su
encargada, que solo te da mesa si te conoce. Ah, y su váter de agujero. Puestos
a globalizar, globalicemos también El Tocino, o Vinos El Gordo, o El Moratalla,
o cualquiera de de nuestras entrañables tabernas de toda la vida. Esos sitios
donde ya se emborrachaban nuestros padres y donde los de mi generación
aprendimos los sutiles placeres de la cerveza de litrona, de la mistela, de los
cascos de patata y de la cazalla con menta. Por cierto, bienvenida sea la idea
de recuperar El Dos de la Parra para las nuevas generaciones. Ojalá cundiera.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/7/2012