La Ley de Murphy

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Eloy M. Cebrián
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domingo, 31 de agosto de 2008

Opinión



Esto de escribir una columna de opinión no deja de comportar cierta responsabilidad. Y ruego que se me entienda. No es que me considere capaz de crear opinión o de influir en las de nadie. Lo que me causa un pudor terrible es pensar que las opiniones que vierta en esta columna quedarán fijadas en las páginas de este diario, del cual se imprimirán varios miles de ejemplares. Con estas premisas, ¿quién es el guapo capaz de practicar ese deporte tan autóctono de «donde dije digo, digo Diego»?

Todos opinamos. Constantemente. La vida es un largo ejercicio de opinión. Nuestras opiniones nos definen como seres individuales y distintos, afilan nuestra personalidad, delimitan nuestros contornos. Un chiste bastante vulgar (pido disculpas) afirma que las opiniones son como cierto orificio corporal: cada uno tenemos la nuestra y todos pensamos que las de los demás dan asco. Resulta burdo, pero exacto. Vivir es oponerse, y la opinión esa esgrima dialéctica que ejercitamos a diario. Opinamos porque intuimos que no nos queda más remedio, y porque de ese modo logramos abrirnos un hueco en este abarrotado mundo. Opinamos sobre lo banal y sobre lo trascendente, con todas las escalas intermedias. Incluso nos permitimos opinar sobre lo que apenas sabemos, o bien sobre lo que nos trae sin cuidado. Estamos condenados a dar opiniones. Es nuestra forma de construirnos como seres humanos.

Opinar no es el problema, sino hacerlo desde un medio de comunicación, incluso si se trata de una modesta columna como la que está usted leyendo. ¿Quién me dice a mí que esta oportunidad de opinar en público que tan amablemente me brindó este diario no acabará por convertirse en un arma de doble filo? ¿Y si mis puntos de vista cambian? ¿Y si mañana he dejado de ser «aquél»? ¿Y si el mes que viene voy a nadar al río y descubro que uno no puede bañarse dos veces en el mismo río, y tampoco, por extensión, darse dos veces la misma ducha? ¿Y si cualquiera de ustedes, los que han pagado religiosamente su ejemplar del periódico, se me acercan y me piden explicaciones por una opinión que a lo mejor ya ni siquiera comparto? Demasiados imponderables. Demasiado estrés.

Lo cierto es que me siento mucho más cómodo en mi faceta de novelista. Ahí no hay ningún problema. En una novela sí que puede uno largar cuanto le plazca y luego, si alguien se enfada, encogerse de hombros y decir «ah, es que es una novela». Se supone que cuando escribe ficción uno construye personajes, y que esos personajes no tienen por qué responder a los puntos de vista del autor. Si un personaje de mi novela es xenófobo, machista y admirador de George Bush, yo no tengo por qué serlo también. Esto lo he tenido que explicar muchas veces, en especial a mi madre y a otros familiares cercanos, cada vez que publico un libro. «No te asustes, no soy yo, es un personaje, es ficción, mentira, etc.». Y como explicación resulta convincente, aunque luego siempre me miren con desconfianza, tal vez porque intuyen que un novelista construye sus personajes con más materiales propios de los que estará dispuesto a admitir. El problema, ay, es que lo que sirve para una novela o cualquier otra obra de ficción, no sirve para un artículo de opinión. ¿O sí?

¿Acaso no podemos considerar que el acto de escribir una columna de opinión, como la mayoría de las cosas que hacemos en la vida, no es más que otro ejercicio de simulación? ¿Y si quien opina desde esta columna no es más que un personaje, igual que los que invento en mis novelas? De acuerdo con eso, cada una de estas crónicas semanales equivaldría a un capítulo, y el señor que las escribe, ese señor gordito, con barba y gafas, que da clase en cierto instituto de Albacete, no sería más que un personaje. Un personaje único, un poco estomagante y con cierto parecido conmigo, lo admito, pero personaje al fin y al cabo. ¿Me valdría eso como coartada si alguien encontrara ofensiva algunas de mis opiniones? ¿O tendría tal vez que cargar con ese personaje igual que un ventrílocuo carga con su muñeco, aunque en este caso el muñeco pese 90 kilos, adore la cerveza y ronque por las noches?

No sé, no sé. Me sigue pareciendo un ejercicio comprometido, casi peligroso. Tal vez lo mejor sería no opinar en absoluto, lo que ya he ensayado otras veces. Mi amigo Gregorio, que fue periodista bastantes años, me lo reprocha con cierta frecuencia: «Tú no escribes columnas de opinión, sino relatos». Igual tiene razón. Pero uno es bastante pusilánime, y no se me ocurre un modo mejor de escurrir el bulto sin dejar de perpetrar esta columna, que en el fondo disfruto mucho escribiendo.

Y, si se fijan, he conseguido llegar al final de otro artículo sin emitir una sola opinión. Pero esta vez voy a hacer una excepción, aunque sea sólo por justificar que estos párrafos se publiquen en las páginas de opinión de este diario. Una opinión… bien… veamos… Ah, sí, ahí va. La ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos fue una monumental horterada. ¡Toma opinión!

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 17/8/2008

domingo, 14 de enero de 2007

Opinar


Publicado el 10 de enero de 2007

Recibo la invitación de sumarme a las páginas de este nuevo diario con una columna de opinión. Soy consciente de que opinar comporta riesgos, y aún más cuando se hace por escrito y en un medio público. En mi favor alego que no soy un completo novato. Escribo desde hace tiempo y he tenido la suerte de ver publicados algunos de mis libros, en concreto cuatro novelas y una colección de cuentos. Con todo, siempre me he considerado un autor de ficción. Me valgo del truco de ocultarme detrás de los personajes de mis libros. Algunos de ellos se parecen a mí. Otros, en cambio, personifican las cosas que más detesto. Pero siempre soy yo el que hablaba por boca de mis personajes. Ellos han sido mi disfraz, mi coartada. Al mismo tiempo, me han ayudado a expresarme con la libertad que sólo está al alcance de los narradores de historias.

Esta columna, sin embargo, es de una naturaleza muy distinta. Admito que habrá también un personaje. Pero será un personaje único y llevará mi nombre. Alguien tal vez se tomará la molestia de leer estas líneas, y no faltará quien identifique a mi personaje con mi humilde persona (cierto señor con gafas y barba que teclea en la soledad de su despacho). Algunos podrían encontrar irritantes los puntos de vista que aquí se viertan. Y hasta habrá quien se sienta impulsado a pedirle explicaciones al columnista, ese tipo inventado que lleva mi nombre y mi cara, y con quien tendré que cargar igual que un ventrílocuo carga con su muñeco. No puedo ocultar que la perspectiva me inquieta. Por otro lado, el reto me parece emocionante.

Opiniones. La vida es un largo ejercicio de opinión. Empezamos a opinar desde que adquirimos las primeras palabras y lo seguimos haciendo hasta que nuestra conciencia se nubla o se apaga. Nuestras opiniones nos definen como seres individuales y distintos, afilan nuestra personalidad, delimitan nuestros contornos. Un chiste bastante vulgar (pido disculpas) afirma que las opiniones son como cierto orificio corporal: cada uno tenemos la nuestra y todos pensamos que las de los demás dan asco. Resulta burdo, pero exacto. Vivir es oponerse, y la opinión esa esgrima dialéctica que ejercitamos a diario. Opinamos porque intuimos que no nos queda más remedio, y porque de ese modo logramos abrirnos un hueco en este abarrotado mundo. Lo hacemos en la guardería y en el patio del colegio, en nuestro puesto de trabajo y en los lugares donde transcurre nuestro ocio. Opinamos sobre lo banal y sobre lo trascendente, con todas las escalas intermedias. Incluso nos permitimos opinar sobre lo que apenas sabemos, o bien sobre lo que nos trae sin cuidado. Estamos condenados a dar opiniones. Es nuestra forma de construirnos. Es el modo en que los seres humanos practicamos la «anamorfosis», precisamente el título que he elegido para bautizar esta serie de artículos.

Tal vez conozcan un cuadro titulado «Los embajadores», obra del pintor renacentista Hans Holbein. En la pintura vemos representados a dos personajes que posan en actitud rígida y solemne. Pero lo que nos llama la atención es cierto objeto grande, con aspecto de cigarro o dirigible, que parece levitar sobre el suelo, entre ambas figuras. Si miramos el cuadro desde el ángulo habitual (plantados de pie ante él) nos resulta imposible identificar dicha forma. Pero si adoptamos un punto de vista lateral, el misterio queda resuelto: el objeto extraño es en realidad una calavera, una alegoría de la muerte y de lo efímero.

Un objeto representado en anamorfosis tan sólo revela su naturaleza cuando lo observamos desde cierto ángulo. Pero el término puede emplearse en un sentido más amplio. La anamorfosis no es sólo una técnica pictórica, sino también una táctica necesaria en el complicado arte de vivir. Como si fuéramos actores, tratamos de ofrecer siempre el perfil correcto, aquel que más nos favorece o nos complace. La opinión es uno de nuestros métodos para lograrlo, tal vez el principal. Sin opiniones resultamos opacos e indistintos, igual que la calavera de Holbein. El truco de juicios nuestro entorno más cercano nos vuelve reconocibles y nos ayuda a vadear el fango de los días. Pero no sólo eso, porque también las cosas practican la anamorfosis. Con frecuencia el punto de vista convencional revela muy poco sobre los contornos exactos de la realidad. Es necesario desplazarse, observar desde otro ángulo y buscar la figura más allá de las trampas que se tienden a nuestra mirada. Me gustaría que estos artículos sirvieran también ese propósito. De ahí mi elección del título.

Ahora bien. ¿Serán mis anamorfosis lo bastante convincentes? ¿Resultarán mis opiniones lo bastante sólidas o interesantes como para justificar una columna semanal? Noto que empiezo a pisar terreno pantanoso. De momento, sólo puedo rogarles tiempo y paciencia. Y expresarles mi esperanza de no resultar anamórficamente aburrido.