La Ley de Murphy

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Eloy M. Cebrián
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sábado, 31 de marzo de 2007

La Casa Honor


Cuando vuelvo la vista hacia los días de mi infancia no puedo evitar acordarme de La Casa Honor, aquella empresa de venta por correo especializada en quincalla de importación. Sus catálogos, impresos en satinadas cuatricromías, abundaban en artículos extravagantes, desde aparatos para conseguir un cuerpo de culturista en quince días hasta semillas mágicas de las que brotaban tomates grandes como sandías. Muchas de aquellas cosas entrarían de lleno en lo que hoy catalogamos como «productos milagro». Otras sería fácil encontrarlas en cualquier tienda de todo a cien. Pero por aquellos días los españoles todavía teníamos algo de nativos o trogloditas, y las baratijas «made in USA» de La Casa Honor nos producían una fascinación a la que resultaba difícil resistirse, especialmente a los niños.

A las poco honorables arcas de La Casa Honor fueron a parar, me temo, buena parte de mis ahorros infantiles. Calculo que llegaría a encargar media docena de artículos, a cuál más absurdo y decepcionante, como aquella cosa llamada «TV Super Color Filter» que servía para convertir cualquier aparato de televisión convencional en un magnífico televisor en color. Pueden imaginar mi desconsuelo al comprobar los dudosos efectos del ingenio sobre la imagen de nuestra tele. El filtro estaba fabricado con un plástico grueso y basto que tendía a emborronar las imágenes. A modo de bandera, el tercio inferior era de color verde, la franja central era marrón, y la superior, azul. Y a eso se reducía su poder para transmutar nuestra vieja Iberia en un aparato en color como los que admirábamos en las películas yanquis. Ni que decir tiene que nuestra tele, haciéndole honor a su marca, se empeñó en seguir funcionando en el ibérico y patriótico blanco y negro de toda la vida.

De haber tenido más seso, me habría dado por estafado y habría desistido ese mismo día. Pero el catálogo de La Casa Honor parecía ejercer un efecto hipnótico sobre mi mente infantil, de modo que pronto volví a la carga con las «Fabulosas Gafas de Rayos X». En el dibujo del catálogo se veía a un tipo con pinta de galán de Hollywood que usaba las gafas para observar los huesos de su propia mano. En la segunda viñeta, el mismo fulano acudía a un cóctel y se ponía las botas ejerciendo el voyeurismo con todas las señoritas asistentes. Puesto que un servidor contaba ya doce años, debió de ser este último detalle el que me convenció.

Las gafas con visión de rayos-x estaban hechas de grueso plástico negro. Se parecían mucho a esas que venden en Carnaval, con una nariz y un bigote de Groucho Marx pegados. En lugar de cristales, cada ojo estaba provisto de un trozo de cartulina con una espiral y el rótulo X-RAYS impresos en rojo. Esto le daba a cualquiera que las llevara puestas (a mí, en concreto) un aspecto bastante ridículo. Algo mosqueado, levanté la mano ante la vista y me dispuse a contemplar mi recóndito esqueleto, como si de una radiografía se tratara. Lo que vi fue una silueta de mi mano borrosa y teñida de rojo y, dentro de ella, una silueta más oscura que se superponía a la otra como una imagen doble. Y a eso se reducía el efecto de rayos-x. Luego mi padre me contó que, en su infancia, él y sus hermanos ya fabricaban un instrumento parecido con un trozo de cartón y una pluma de ave. Tal vez el aspecto del artefacto fuera más rudimentario que el de mis gafas. Su utilidad, en cambio, era idéntica. Es decir, ninguna.

Aunque sí algo ingenuo, no crean que yo era tonto perdido. Comprendía muy bien que estaba siendo víctima de un timo, y que los artilugios milagrosos de La Casa Honor eran una mezcla entre baratijas y artículos de broma. Pero la urgencia por adquirir nuevos productos se había convertido para mí en un vicio, una versión infantil de lo que la psicología moderna denomina «adicción a las compras». De este modo fueron llegando a mi vida la cámara espía (una mirilla idéntica a la de las puertas) y el transistor que funcionaba sin pilas ni corriente (una tosca radio de galena como esas que ya eran una antigualla en tiempos de mi abuelo). Cada nuevo producto me dejaba triste y humillado, me hundía en una insoportable sensación de ridículo. Pero no comprendí que había tocado fondo hasta que llegaron los «monos de mar».

La ilustración de la caja mostraba el rótulo SEA MONKEYS, y bajo éste había dibujados unos seres de aspecto humano, aunque provistos de una piel escamosa, colas de pez y aletas natatorias. Eran como una familia de pequeños sirénidos, con un papá, una mamá y media docena de bulliciosos infantes que nadaban alegremente en torno a sus progenitores. En el interior hallé únicamente tres sobrecitos. Por suerte, los acompañaba una hoja de instrucciones groseramente traducidas al español. Pertrechado con todo aquello me encerré en el cuarto de baño para ejecutar aquella secreta alquimia. Y al cabo de un rato emergía con un frasco de Nescafé lleno de agua en la que se agitaban unas partículas casi invisibles. Aunque devorado por la impaciencia, guardé el envase en un lugar oscuro, tal y como recomendaban las instrucciones, y me dispuse a esperar hasta el día siguiente.

No sé qué era lo que esperaba ver. Probablemente no los seres antropomórficos y sonrientes de la caja. Pero tampoco aquellos bichejos diminutos que nadaban en círculos dentro del envase de vidrio. Eran tan pequeños que ni siquiera resultaba posible distinguir detalles en sus cuerpecillos de ameba, aunque parecían contar con dos ojillos negros que eran como puntas de alfiler. El resto del «mono» era sólo un trocito de gelatina gris. Habría como veinte o treinta. Gusarapos inmundos y estúpidos. Absurdas bestezuelas. Decepcionantes a más no poder.

A saber qué fue de los monos de mar, aunque supongo que encontrarían su diminuta tumba acuática en la taza del váter. Tampoco me acuerdo de adónde fueron a parar el resto de los cachivaches de La Casa Honor. Lo que estas líneas han dejado claro es que conservo la imagen de todos ellos en mi memoria infantil, ese brumoso escaparate de juguetería sobre cuyo vidrio los adultos seguimos aplastando la nariz. Probablemente fui un chiquillo caprichoso, y aquellas modestas estafas (el filtro en color, las gafas de rayos X, etcétera) no fueron sino el justo castigo para mis antojos. Con todo, no les guardo rencor a los señores de La Casa Honor. Incluso les estoy agradecido por haberme ayudado a madurar, pues acostumbrar a un niño a la decepción no deja de ser una valiosa lección para la vida. Por otro lado, hoy comprendo que aquellos objetos, aunque perfectamente inútiles, poseían un valor del que carece cualquier juguete de alta tecnología de los que hoy compramos a nuestros hijos. Puede que no sirvieran para nada. Puede que estuvieran hechos de plástico de mala calidad. Pero en su fabricación intervenía cierto ingrediente secreto del que carecen los sofisticados juguetes modernos: esa materia radiante y tenue de la que están hechos los sueños.