La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 13 de octubre de 2018

"Homo perturbatus"



Dicen que para los niños el mundo es una fuente constante de asombro, pero yo creo más bien lo contrario. Cuando era un crío, todo me parecía claro, diáfano. Ahora, sin embargo, pocas son las cosas que no me dejan estupefacto. El clima, por ejemplo. En mi libro de Sociales de EGB se ilustraban las cuatro estaciones con cuatro imágenes perfectamente diferenciadas: la que explicaba la primavera era un prado verde y lleno de flores; el verano, una playa bajo un sol reluciente; el otoño era un bosque de árboles desnudos con el suelo cubierto de hojas; el invierno, naturalmente, un paisaje nevado. Ahora, en cambio, se podrían intercambiar los pies de foto sin faltar a la realidad, tal es el trastoque meteorológico que sufrimos. En el fondo estoy de acuerdo con esos meteorólogos que invocaba el chistoso de Rajoy. Sé que el tiempo y que el clima comportan un cierto grado de incertidumbre y que, por mucho que la ciencia avance, sigue siendo imposible predecir de forma fehaciente si la semana que viene va a lucir el sol o si van a caer chuzos de punta. Pero este desmadre ya es demasiado. La cronología forma parte de nuestra naturaleza. Necesitamos ritos de tránsito, piedras miliares que nos anclen al tiempo. Arreglar los armarios es una de ellas. El acto de guardar la ropa de la temporada anterior (con o sin bolitas de alcanfor) y sustituirla por la de la siguiente nos proporciona calma, porque percibimos que las cosas ocurren según una secuencia regular y establecida. Pero hoy en día nuestros armarios se parecen al rastrillo donde malbaratamos la ropa de un pariente difunto: los jerséis de lana conviven con camisas floreadas; los abrigos, con los bañadores. Esta desubicación climática tiene que ser por fuerza perniciosa. El homo sapiens está en peligro de extinción. Se avecina el homo perturbatus.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 12/10/2018

Cómo perder amigos



Y no me refiero a amigos de los de verdad, sino a los de Facebook. Es cierto que algunos coinciden, pero a los amigos de verdad ni tocarlos, porque uno nunca sabe cuándo va a necesitar un hombro sobre el que llorar o un compañero para irse de cañas o un préstamo de 30 euros. Pero los “amigos” de Facebook no suelen dar semejantes prestaciones, por lo que se les puede eliminar del mapa sin reparos ni remordimientos. Yo mismo acabo de realizar un exterminio masivo y puedo asegurar que el pulso no me ha temblado. Mi lista de amigos estaba próxima a alcanzar los mil usuarios, y cada vez que la repasaba la pregunta surgía una y otra vez: ¿y este quién será? Ahora me he quedado con unos 400 pero me siguen pareciendo demasiados. El problema es que la purga lleva tiempo, porque para realizarse con rigor debe adoptar la forma de un test. Primera pregunta: ¿este tipo y yo tenemos cinco o más a amigos en común? Si es que no, puerta (sin duda se trata de un sociópata a lo mejor ni siquiera existe). Segunda pregunta: ¿el tipo alardea de sus hazañas deportivas. ¿Sí? Vete a correr el maratón de Tokio y no vuelvas. ¿El fulano es poeta y tortura al respetable con sus engendros? Al pozo del olvido sin miramientos. ¿Se trata de un filósofo o pensador aficionado? Uf, esos son los peores. Por último, ¿nos muestra los resultados de sus logros culinarios o exhibe los álbumes de sus vacaciones? ¡Al paredón virtual! Dicho esto, tengo que reconocer que muchos de mis contactos me han “desamigado” últimamente, sobre todo desde que mostré el proceso de realización de mi tatuaje, del que tan orgulloso me siento. Pero no los echo de menos. Otros vendrán.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 5/10/2018

El pequeño Nicolás



A principios de curso muchos profesores solemos experimentar un severo arrebato pedagógico y nos da por elaborar nuevos materiales para nuestros alumnos. Me refiero a materiales modernos, con un alto contenido “lúdico”, de los que fomentan la participación de los discentes, integran “destrezas” y responden escrupulosamente a los “estándares” del “currículo educativo”. Lo normal es que con los años a uno se le pasen estas veleidades. Sin embargo, la nueva pedagogía es un veneno de acción lenta, pero persistente, y a poco que te descuides te encuentras plantado delante del ordenador pensando en la forma de entretener a los chicos, de hacerles la estancia en clase más grata y, de paso, de buscar modos de que aprendan sin dolor (prodesse et delectare, como decía Horacio). La mayoría de estos materiales elaborados con tanto esfuerzo suelen terminar en la papelera de reciclaje, pues la realidad de las aulas siempre acaba por imponer su tiranía, y los gestos de aburrimiento y fastidio de los chicos son tan elocuentes que difícilmente se pueden pasar por alto. Ya me advirtió sobre esto una antigua compañera, profesora de francés ya jubilada, quien un año decidió aparcar la conjugación del verbo avoir y leer con sus alumnos los libros del Pequeño Nicolás (y no me refiero a ese caradura que aparecía tanto por televisión, sino al entrañable personaje de René Goscinny). Cierto día, se disponía mi compañera a entrar en clase con una pila de libros de Le Petit Nicolas bajo el brazo, cuando oyó murmurar a uno de los alumnos: “Ya está aquí otra vez la petarda esta con el Pequeño Nicolás de los cojones”. Ahí acabó su arrebato pedagógico. Al día siguiente, atracón del verbo avoir para todos. Lo bueno de estos sarpullidos es que antes o después se acaban curando. Menos en los casos de quienes han convertido la tontería en su forma de vida.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/9/2018