Dicen
que para los niños el mundo es una fuente constante de asombro, pero yo creo
más bien lo contrario. Cuando era un crío, todo me parecía claro, diáfano.
Ahora, sin embargo, pocas son las cosas que no me dejan estupefacto. El clima,
por ejemplo. En mi libro de Sociales de EGB se ilustraban las cuatro estaciones
con cuatro imágenes perfectamente diferenciadas: la que explicaba la primavera
era un prado verde y lleno de flores; el verano, una playa bajo un sol
reluciente; el otoño era un bosque de árboles desnudos con el suelo cubierto de
hojas; el invierno, naturalmente, un paisaje nevado. Ahora, en cambio, se
podrían intercambiar los pies de foto sin faltar a la realidad, tal es el
trastoque meteorológico que sufrimos. En el fondo estoy de acuerdo con esos
meteorólogos que invocaba el chistoso de Rajoy. Sé que el tiempo y que el clima
comportan un cierto grado de incertidumbre y que, por mucho que la ciencia
avance, sigue siendo imposible predecir de forma fehaciente si la semana que
viene va a lucir el sol o si van a caer chuzos de punta. Pero este desmadre ya
es demasiado. La cronología forma parte de nuestra naturaleza. Necesitamos
ritos de tránsito, piedras miliares que nos anclen al tiempo. Arreglar los
armarios es una de ellas. El acto de guardar la ropa de la temporada anterior
(con o sin bolitas de alcanfor) y sustituirla por la de la siguiente nos
proporciona calma, porque percibimos que las cosas ocurren según una secuencia
regular y establecida. Pero hoy en día nuestros armarios se parecen al rastrillo
donde malbaratamos la ropa de un pariente difunto: los jerséis de lana conviven
con camisas floreadas; los abrigos, con los bañadores. Esta desubicación
climática tiene que ser por fuerza perniciosa. El homo sapiens está en peligro de extinción. Se avecina el homo perturbatus.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 12/10/2018