Con esto de la proximidad del verano hay mucha gente que empieza a
preocuparse por el asunto de las lorzas. También a mí me han sugerido que haga
algo con respecto a mi barriga, esta compañera que me tantos sentimientos
encontrados me inspira. Por un lado le tengo el cariño, pues ha sido mi
acompañante más fiel durante muchos años. Por otro, comprendo que su existencia
no contribuye precisamente a mejorar mi salud ni mi aspecto. Entiéndaseme, no
es que sienta aversión por mi barriga. No veo mi panza como al bicho de la
película Alien, el que
les salía de las tripas con gran destrozo y efusión de sangre. Además, a
diferencia del bicho de la película, mi barriga no me la ha inoculado una
especie de centollo que he tenido pegado a la cara. Yo mismo la he cultivado
con mimo y paciencia a base de cervezas y aperitivos. Ha sido un esfuerzo arduo
y sostenido que me ha costado mis buenos euros. De algún modo, siento una
especie de responsabilidad con respecto a mi barriga. Ella me ha sido siempre
fiel. Ha ido aumentando en tamaño y consistencia conforme yo cumplía años. A
mis veinte años era apenas un esbozo, un tierno cachorrito. Ahora, cumplidos ya
los 48, mi barriga es un animal adulto de respetable tamaño. Hace unos años
todavía podía esconderla, pero ahora no hay indumentaria ni maniobra que
permita mantenerla oculta. Y además se está volviendo agresiva y exigente, y
con frecuencia gruñe y protesta para obtener su alimento. Sí, en realidad creo
que lo mejor sería deshacerse de ella, por mucha ternura que me inspire. La cuestión
es cómo.
Que yo recuerde, en mi vida adulta he estado apuntado dos veces a un
gimnasio. La primera vez aguanté tres sesiones y lo abandoné por un asunto
estético. Se trataba de un gimnasio de barrio donde la abundancia de gañanes
era tal que empecé a notar severos síntomas de depresión. Me acuerdo del
momento exacto en que tomé la decisión de irme y no volver. La culpa la tuvo un
individuo simiesco que contemplaba sus músculos en un espejo, y al que de
pronto oí exclamar: «¡Y que esto tengan que comérselos los gusanos! ¡Si por lo
menos se lo comiera una tía y me dejara destrozao!». Mi segunda experiencia con
un gimnasio fue mucho peor, casi fatal, y ya la conté desde las páginas de este
diario. En aquella ocasión duré apenas una hora, tiempo que le bastó al monitor
para estar a punto de liquidarme usando como arma una bicicleta de spinning. Todavía me estremezco al recordarlo, lo
que significa que mi trauma con los gimnasios sigue ahí, y no tengo ganas de
someterme a terapia para solucionarlo. Debe haber otra manera mejor, demonios.
¡Demonios! ¡Eso es! Precisamente un amigo me contó que él de joven
había hecho un pacto con el demonio. Lucifer le dio a elegir entre conservar
sus abdominales o su larga cabellera, y él se decantó por la cabellera, que le
resultaba imprescindible para hacer headbanging en los conciertos de heavy metal (aclaro que el headbanging consiste en sacudir violentamente la cabeza al ritmo de la música, lo
que queda mucho más resultón cuando se posee una mata de pelo largo y
abundante). En fin, el caso es que ahora mi amigo sigue luciendo su melena en
los conciertos, pero su abdomen está muy lejos de ser lo que era. Pero ¿qué
podría ofrecerle yo al demonio que pueda interesarle? ¿Mi alma inmortal? ¿Mi
colección de sellos? En cualquier caso, si un día de estos me ven lucir un
abdomen liso y musculado, espero que disculpen el olor a azufre. En esta vida
nada es gratis, y menos con los tiempos que corren.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/5/2012