La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 17 de abril de 2009

El vampiro del museo

Establezcamos un par de hechos desde el comienzo: soy un vampiro y vivo en la ciudad de Albacete. Aunque ya empiezan los problemas, pues el verbo «vivir» no resulta adecuado en mi caso. Tal vez debería decir «habito en la ciudad de Albacete». Y me consta que puede parecer un sitio insólito como lugar de residencia de alguien de mi especie. Ustedes lo saben por el cine y la literatura: los vampiros preferimos las regiones agrestes y montañosas del corazón de Europa. De allí proceden nuestras estirpes ancestrales y es allí, sobre cumbres yermas y azotadas por la tormenta, donde se encuentran los solares de nuestros antepasados. Para visitar el mío deben viajar a los Alpes bávaros. Aunque supongo que lo que provoca su curiosidad no son mis orígenes, sino el desusado lugar donde he fijado mi domicilio en los últimos tiempos.

Si tomé la decisión de mudarme no fue porque me sintiera a disgusto en mi hogar anterior. De hecho, el castillo de mi familia  se encuentra en un valle de lo más pintoresco, rodeado de bosques y encantadoras aldeas. Fue restaurado con fines turísticos, y aunque abre sus puertas al público seis días a la semana, los visitantes no interferían en absoluto con mis hábitos nocturnos. Cierto es que Alemania ya no es lo que era, y he de reconocer que mi país natal ha perdido buena parte de su encanto y de sus tradiciones. Pero en general resulta un país apacible y respetuoso de la ley, lo que en absoluto puede decirse de su ciudad, si me perdonan la franqueza.

Cabría suponer que en este lugar donde ahora vivo (es decir, «habito»), una ciudad de modesto tamaño, enclavada en una zona agrícola y apartada de los grandes núcleos de población, sería posible encontrar la tranquilidad y el silencio que tanto apreciamos las criaturas de la noche. Craso error. De día atruena el tráfico y rugen las obras, aunque eso a mí poco me importa, dado que paso las horas de sol dormido dentro de mi ataúd y ni siquiera un terremoto podría despertarme. Lo verdaderamente inexplicable es lo que ocurre tras la puesta de sol, cuando los de mi especie emprendemos nuestra jornada con la razonable esperanza de poder desarrollar nuestra actividad nocturna con cierto grado de sosiego. Pues bien, nada en las noches de esta endiablada ciudad invita al sosiego, ni los cientos de bares donde la música suena a todo volumen, ni las terrazas donde un ejército de noctámbulos perturba la paz, ni las manadas de adolescentes que destrozan el silencio y el mobiliario urbano. Todo ello ya resulta disuasorio para quienes gustamos de rondar por la ciudad en la única compañía de nuestra sombra y de la luna. Pero aún se complica más dadas las peculiaridades de mi dieta. Siempre me consideré un gourmet entre los míos y jamás he probado sangre que no provenga de una muchacha joven, y a ser posible doncella. Dados los tiempos que corren, el requisito de la doncellez queda descartado. Lo que me irrita sobremanera es la imposibilidad hincarle los colmillos a una jovencita que no lleve varias copas de más, especialmente los fines de semana. Esto me provoca violentas intoxicaciones etílicas y dolorosas resacas, y me hace anhelar aún más que acabe esta no-vida, esta dolorosa existencia que me abruma desde hace demasiados siglos.

Y así llegamos al meollo de mi historia, el motivo por el que decidí mudarme a un lugar tan extraño e inhóspito como éste (y les aseguro que no tuvo nada que ver con el simpático detalle del murciélago en el escudo). Cierta leyenda afirma que el único modo de acabar con un nosferatu es clavarle una estaca en el corazón. Esto, naturalmente, no es más que una burda mentira urdida por algún novelista de tres al cuarto. En realidad, para darnos muerte basta con hundirnos una hoja de acero en el pecho. En esto no somos distintos de los mortales. La diferencia es que con nosotros no sirve cualquier cuchillo, sino uno cuya hoja posea unas características muy especiales. Un cuchillo entre un millón. Y por ese motivo he terminado aquí, en esta ciudad provinciana y ruidosa que, sin embargo, es una de las capitales internacionales de la cuchillería. Mi propósito es dar con el cuchillo o navaja o puñal o machete que me permita abreviar mis días de una vez por todas, y encontrar así el descanso eterno que tanto anhelo. En mi castillo bávaro supe de la inauguración de este pequeño museo y me apresuré a venir para fijar aquí la que espero sea mi última morada.

He cruzado océanos de tiempo para llegar a Albacete y a su museo de la cuchillería, aunque nadie se haya apercibido de mi presencia, pues el sigilo es uno de mis hábitos más arraigados. Pero si acuden a la casa de Hortelano tras la puesta de sol, tal vez puedan vislumbrar mi silueta melancólica tras los góticos ventanales. Cada noche tomo una navaja o cuchillo de las vitrinas y la hundo con decisión en mitad de mi pecho. He probado ya con varios cientos de las piezas que se exponen, de momento sin fortuna. Pero no pierdo la esperanza. Aún son miles las hojas de acero que esperan para tener su encuentro íntimo con mi corazón de vampiro. Es cuestión de tiempo y de paciencia. Por suerte, ando más que sobrado de ambas cosas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/4/2009

lunes, 13 de abril de 2009

La Pasión según Mateo

«La Semana Santa ya no es lo que era», declaró Mateo Iniesta, presidente de la Junta de Cofradías, ante la comisión reunida en pleno. Y todos asintieron gravemente al oír aquella verdad irrefutable. Sólo los cofrades más veteranos recordaban los días en que la Semana Santa se vivía como Dios manda, en silencio y penitencia. Dentro de los hogares enmudecían los aparatos de radio, y los escasos televisores eran púdicamente cubiertos con unas faldas de mesa camilla. Las iglesias, por supuesto, reventaban de fieles que visitaban los monumentos o asistían a las celebraciones litúrgicas, y la gente se apiñaba en las aceras para no perderse detalle de las procesiones, y no como quien presencia un espectáculo taurino, sino con el fervor y recogimiento propios de fechas tan solemnes. Al paso de los desfiles, los únicos ruidos eran el redoble de los tambores y el agudo lamento de las trompetas. Si acaso, alguna saeta o algún viva a la Macarena o al Cristo de Medinaceli, expresiones plenamente aceptables del fervor popular. Los devotos permanecían en pie durante horas, inmóviles, silenciosos, sobrecogidos. Si algún niño protestaba porque le dolían los pies, se le hacía callar. Y luego todos al vía crucis o al oficio de tinieblas de la Catedral, y desde allí derechitos a casa para seguir rezando y ayunando. Ay, pero eso era antes, hacía muchos años. Porque ahora la gente ya no pasaba la Semana Santa con Cristo, sino en Disneylandia con el pato Donald, o aún peor, en las playas caribeñas tostándose el lomo. Los que se quedaban despotricaban de las procesiones y decían que no se debería permitir que una pandilla de idiotas encapuchados se apoderara de las calles. Y los pocos que aún asistían a los desfiles se habían olvidado de la fe y hasta de guardar las formas, y veían pasar a los Cristos y las Vírgenes entre risas y chascarrillos, como quien ve un desfile de gigantes y cabezudos. En cuanto a los nazarenos, antaño genuinos penitentes, no eran ya sino una tropa de mozalbetes que no distinguían una procesión de un botellón. «No, señores», insistió Mateo Iniesta, presidente de la Junta de Cofradías, tras completar el calamitoso panorama, «la Semana Santa ya no es ni por asomo lo que era. De modo que algo hay que hacer». Y todos asistieron gravemente mientras murmuraban: «Desde luego que sí, algo hay que hacer».

Las actas de aquella reunión no recogen de quién fue la idea, y tampoco los testimonios de los presentes arrojan luz sobre el particular. Afirman que, más que una ocurrencia individual, aquello fue una iluminación colectiva, como si de repente le hubiera aparecido a cada uno una lengua de fuego encima de la cabeza, o como mínimo una bombilla de 50 vatios. Sabemos, no obstante, que los miembros de la comisión semanasantera dedicaron toda la noche a discutir los pormenores. No lograban ponerse de acuerdo, por ejemplo, sobre qué cofradía debía ser la distinguida con el grandísimo honor. Parece que incluso hubo un conato de pelea entre los presidentes de las dos hermandades más veteranas, ya que ambas consideraban que sus merecimientos eran mayores que los del resto. Finalmente, y con ánimo de evitar que la sangre llegara al río, se decidió rezar un rosario para pedir la intercesión de la Virgen. En vista de que ésta se resistía a interceder, al despuntar el alba procedieron a jugarse a los chinos el privilegio de ser los primeros.

Y así fue como la noche de Viernes Santo, cuando la procesión acababa de formarse, los mandamases de la cofradía afortunada ordenaron a uno de sus miembros que abandonara las filas y se colocara en cabeza de la formación. Aunque llevaba la cara tapada, cabe suponer que el hombre puso gesto de sorpresa, lo que resulta natural si pensamos que nadie le había advertido de lo que le esperaba. En cualquier caso, tampoco tuvo tiempo para reaccionar, ya que de inmediato lo despojaron de su capirote, de su túnica y hasta de su ropa. Y así, vestido tan sólo con un pequeño taparrabos que apenas le cubría las vergüenzas, procedieron a flagelarlo a la vista de todos. Después se le coronó de espinas y se le hizo cargar con la pesada cruz que tendría que transportar hasta el final de la procesión. Se cuenta que nunca antes, ni siquiera cuando la Semana Santa era como Dios manda, hubo desfile que se viviera con más devoción y recogimiento, y eso que la noticia había corrido como la pólvora y el público había acudido en masa para no perderse el espectáculo. Como era de esperar, el momento culminante llegó al final, cuando el elegido fue clavado en la cruz, y ésta solemnemente plantada ante la puerta de la catedral. Ni el más leve murmullo surgió de la muchedumbre congregada para presenciar el desenlace del drama, que no por esperado resultó menos impresionante. «Consumatum est», proclamó Mateo Iniesta plantado ante la multitud, que había contemplado los últimos estertores del desventurado con una mezcla de fascinación y espanto. «Ahora id y rezad». Y sin pronunciar una palabra, los miles de espectadores de la procesión de aquel año se dirigieron en masa hacia la catedral, suponemos que para rogarle a Dios que los librara de ser los elegidos el año siguiente.

Publicado en La Tribuna de Albacete el  10/4/2009

sábado, 4 de abril de 2009

El día de la Bestia

El periodista Mikel Rodríguez se encontraba en la cima de su carrera. Con más de cinco millones de espectadores, su programa Cuarto sexenio arrasaba en la parrilla televisiva, lo que lo había convertido en el auténtico heredero del doctor Jiménez del Oso, santo patrón de los investigadores de lo paranormal. Los ovnis, las apariciones fantasmales, el monstruo del Lago Ness, la composición de las hamburguesas de McDonald’s y otros enigmas de similar cariz eran abordados en su programa con la misma naturalidad con que los telediarios desglosan las listas del paro. En los últimos tiempos el periodista centraba su atención en el apasionante tema de los secretos de la iglesia católica. Acababa de destapar, por ejemplo, un plan del Vaticano para acabar con los últimos ejemplares de lince ibérico, pues ciertos documentos antiquísimos señalaban al animalito como emisario de Satán, junto con el macho cabrío y el mosquito común. Y ahora preparaba un libro sobre el misterio de las advocaciones marianas, y se jactaba de haber visitado cada parroquia o catedral que albergara alguna de ellas, por remota o exótica que fuese. Todas menos una, a decir verdad. Por un motivo o por otro, el periodista no había tenido tiempo aún para acudir a la catedral de Albacete, donde se veneraba la imagen de la Virgen de los Llanos. Puesto que el libro ambicionaba ser una obra exhaustiva, el investigador decidió no aplazarlo más y tomó el tren, que lo depositó en Albacete en un pispás.

A Mikel Rodríguez le resultó frustrante encontrar la catedral de Albacete cerrada por obras, aunque su fama le franqueó pronto la entrada merced a un permiso especial del señor obispo, quien en secreto leía las novelas de Dan Brown y era espectador asiduo de su programa. Mikel comprobó que se trataba de un templo de modestas dimensiones, y que la profusión de andamios y operarios con mono y casco daba fe de los trabajos de restauración que se estaban llevando a cabo. Entonces se volvió hacia el párroco, un cura vestido con sotana y equipado con un casco negro a juego, y se dispuso a preguntarle por el paradero de la venerada imagen, que a buen seguro habría sido retirada de su capilla para salvaguardarla de las obras. Pero entonces el periodista se fijó en los muros semiocultos tras los andamios, y se dio cuenta de que estaban completamente cubiertos de pinturas, un abigarrado conjunto de escenas bíblicas y alegóricas que le recordó mucho a los cómics que devoraba en su juventud. «Se pintaron a finales de los 50», le explicó el párroco como disculpándose. «El artista fue un colega mío, un sacerdote de Ayora, aunque me temo que el pobre trabajó con más entusiasmo que talento. Pero ya nos hemos acostumbrado a estas pinturas y la gente les ha tomado cariño.»

Verdaderamente, la calidad pictórica de las escenas representadas dejaba mucho que desear. Los colores predominantes eran el azul celeste, el rosa y los tonos pastel, la perspectiva sencillamente no existía, y apenas era posible localizar una sola figura que poseyera las proporciones correctas. Sin embargo, al menos por lo que dejaban ver los andamios, se apreciaba cierto tremendismo morboso en las escenas que Mikel Rodríguez encontró muy de su gusto. Había una representación de un infierno muy parecido a las Fallas de Valencia, con un montón de cuerpos despanzurrados que recordaban a las escenas del holocausto nazi. Y también un mural que representaba el Apocalipsis, con los cuatro jinetes haciendo de las suyas, un mar embravecido y, al fondo, la fantasmal silueta de un hongo nuclear.

Y fue entonces cuando Mikel Rodríguez sintió que sus músculos quedaban paralizados y que un grito de horror le atenazaba la garganta. Porque su entrenado ojo de investigador de lo oculto acababa de revelarle lo que nadie había sido capaz de ver hasta el momento. Aquella escena que cubría el muro era mucho más que una pintura mediocre. Se trataba de una visión, una revelación que equiparaba al difunto cura de Ayora con el mismísimo apóstol San Juan, autor del libro del Apocalipsis. Sólo había que tener cierta experiencia para interpretar los símbolos y señales que abundaban en la imagen, pero la historia que contaban no dejaba lugar a dudas: el Día de la Bestia estaba próximo; el nacimiento del Anticristo iba a tener lugar muy pronto, allí mismo, en aquella pequeña ciudad manchega, y su madre iba a ser una mujer local. «Qué astuto es el Maligno», se dijo el periodista. «Siempre aparece donde uno menos se lo espera.» Porque la madre del Anticristo no iba a ser una mujer joven, y mucho menos una virgen, sino una señora de la Obra, madre de familia numerosa y militante antiabortista. La Bestia aullante iba a ser el más joven de sus vástagos, y su nombre sería Federico. Todo estaba anunciado sobre los muros de la catedral, y Mikel Rodríguez pudo paladear la gloria que su descubrimiento iba a reportarle. Lástima que apenas le quedara tiempo para disfrutarla, porque las puertas del infierno iban a abrirse de par en par y todo estaba a punto de irse al carajo. «Ejem, padre», dijo el periodista en pleno arrebato de pánico. «¿No tendría usted un ratito para oír a un pecador en confesión?»

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/4/2009


sábado, 28 de marzo de 2009

Cómo acabar de una vez por todas con la Feria



Corría el mes de marzo del 2010, y la Alcaldesa de Albacete notaba que su mal humor aumentaba de día en día. El piloto rojo se le había encendido durante las pasadas Navidades, al darse cuenta de que quedaban apenas unos meses para que llegara septiembre sin que nadie hubiera aportado una sola idea original para el Centenario. ¿En qué se iba a distinguir la próxima Feria de todas las anteriores? ¿Qué iba a tener de especial para que los albaceteños recordaran la Feria del Tercer Centenario como la madre de todas las ferias, y a ella como la madre de todas las alcaldesas? Ciertamente, iba a haber más casetas que nunca, más atracciones que nunca, más bailes folclóricos y más puestos de jamón y mojitos de los que nunca había habido. Sin embargo, todo se reducía a un incremento cuantitativo. La Feria ya era un festejo monstruoso en sí mismo, y lo único que sus desvelos habían conseguido era alimentar al monstruo, hacerlo más grande. Pero el monstruo seguía siendo esencialmente idéntico. Hacía falta un golpe de efecto, una idea genial que lograra convertir aquella Feria tricentenaria en un acontecimiento singular y distinto de todos los anteriores, algo verdaderamente inolvidable. Y ese empeño le quitaba el sueño y la tranquilidad, e incluso le había hecho prescindir de sus vacaciones de esquí. Si hasta se comentaba que su cutis había empezado a perder su brillo y lozanía. La Alcaldesa estaba desesperada.

«Soledad, convoca una reunión del patronato para esta misma tarde», dijo la Alcaldesa con el teléfono en la mano. Acto seguido, tras retocarse el maquillaje y el peinado en el espejo de tres cuerpos que había hecho colocar en su despacho, volvió a descolgar el teléfono y llamó a su estilista.

«Señores, la situación es grave», anunció la Alcaldesa por la tarde, hecha como siempre un brazo de mar. «Las fechas se nos echan encima y la Feria sigue sin despegar. Así que pónganse las pilas o se les acabaron los viajes y las comilonas. ¿Alguna idea?»

«Propongo que convoquemos un concurso internacional de navajas artesanas», dijo el presidente de la Asociación de Cuchilleros. «Ganará el que presente la pieza más original. Yo mismo, en mi taller, estoy ultimando una navaja con hoja de acero quirúrgico y cachas de cuerno de demonio de Tasmania. Tiene incorporado un microchip que impide que sea abierta salvo por la mano de su legítimo dueño, y es un instrumento tan delicado que lo mismo sirve para cortar tajadas de tocino que para operar una apendicitis».

«¡Tonterías!», protestó el director del Instituto de Estudios Albacetenses, al tiempo que se sacudía las telarañas que se le quedaban adheridas cada vez que visitaba su bienamada institución. «Recreemos una Feria con auténtico sabor histórico, una Feria de época, como debió de ser la Feria original hace trescientos años. Que nadie pueda acudir si no es con el traje típico de gañán del siglo XVIII. Que desaparezcan la iluminación y todos los cachivaches tecnológicos, y que vuelvan las mulas y las cabras».

«Se me ocurre que aprovechemos que no se ha podido terminar el aparcamiento subterráneo», terció el director del Instituto Municipal de Deportes. «Podríamos llenar ese enorme agujero de agua y convertirlo en un lago artificial. Luego bastaría con soltar unos cuantos tiburones y algunas pirañas para darle emoción a la cosa. ¿No sería divertido que los visitantes de la Feria tuvieran que ganar la Puerta de Hierro a nado?»

«El secreto está en la cabalgata de apertura», afirmó la Presidenta de la Federación de Asociaciones de Vecinos elevando su voz sobre el clamor que acababa de formarse.  «Propongo que tratemos de entrar en el Libro Guinness de los Récords. ¿Se imaginan que la cabalgata partiera de nuestra ciudad hermana de Bir Ganduz, en el Sahara Occidental, y que cuando la primera carroza llegara las últimas todavía no hubieran salido?»

«¿Y por qué no volvemos a reunir a los Beatles en un último e inolvidable concierto?» preguntó el presidente de la Asociación Castellano Manchega de Parapsicología. «Podríamos sustituir a John y George por médiums en trance y ya está. ¿A que eso no se le había ocurrido a nadie?»

«¡Son ustedes una pandilla de zoquetes¡», bramó la Alcaldesa con su bello rostro congestionado, y la Concejala de Feria pareció menguar de tamaño ante la explosión de furia de su jefa. Pero de repente el agraciado semblante de la regidora se iluminó con una gran sonrisa. Como por arte de magia, acababa de ocurrírsele la gran idea, la madre de todas las ideas que convertiría la Feria del Tercer Centenario en algo verdaderamente memorable. El único problema era que iba a ser necesario adelantarla unos meses y hacer algún pequeño cambio de localización. Porque la próxima Feria no iba a celebrarse en septiembre, sino en abril. Y tampoco iba a tener lugar en Albacete. ¡La próxima Feria de Albacete iba a celebrarse en Sevilla! Y los miembros del Patronato del Tercer Centenario, puestos en pie, rompieron en aplausos y lanzaron un enfervorecido «¡olé!»

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 28/3/2009

viernes, 20 de marzo de 2009

El centinela



Había estado ahí desde siempre, o al menos desde que a mí me alcanzaba la memoria. Según la versión oficial fue construido a principios de los 40 con el fin de suministrarle agua a la población. Pero ni los más viejos eran capaces de recordar una época en la que faltara de su emplazamiento (un pequeño parque al noroeste de la ciudad), o que jamás hubiera servido propósito hidráulico alguno. Gris y vertical en mitad del horizonte, su único cometido parecía el de volvernos visibles, recordándole al mundo que en aquel rincón apartado e inhóspito existía una ciudad. En otros lugares se vanagloriaban de su patrimonio arquitectónico, de sus palacios, sus catedrales o sus deslumbrantes rascacielos de acero y cristal. Nuestra marca distintiva era una sencilla torre de hormigón de 70 metros de altura a la que, de forma un tanto incongruente, llamábamos «el Depósito del Agua».

Cuando yo era pequeño me parecía que el parque de la Fiesta del Árbol y su Depósito estaban muy lejos, en un territorio fronterizo donde morían las calles y acababan las cosas cotidianas. Apenas iba por allí una vez al año, el día de Jueves Lardero. Y siempre tenía la sensación de que me encontraba en un lugar fuera de lo común. Había un paseo de álamos donde las cortezas de los árboles estaban historiadas de fechas, nombres y corazones. También un estanque de agua turbia en el que nadaban perezosas unas carpas de tamaño desmesurado. Y una placita donde los maletillas se ejercitaban en pases y suertes. Pero la principal atracción siempre fue el Depósito, aunque al llegar allí uno invariablemente se sentía algo decepcionado, porque visto de cerca resultaba más pequeño de lo que cabía imaginar desde la distancia. A mí, sin embargo, la proximidad de la torre me provocaba una oleada de afecto difícil de comprender. Su pétrea silueta recortándose contra el sol de febrero tenía un efecto sedante, como si lo que gravitaba sobre nuestras cabezas no fuera una fea torre de hormigón, sino el genio protector de la ciudad, su centinela. Y en una ocasión recuerdo que pegué mi cuerpo de niño a su base redonda y la abracé como si se tratara de un padre o de un abuelo. Y entonces, lo juro, creí notar una respuesta, una fuerza latiendo suavemente en el corazón de hierro y cemento del Depósito del Agua.

Pasaron los años, la ciudad creció, pero el Depósito siguió allí, inalterado, observándolo todo desde su puesto de vigía. Hubo un alcalde que quiso convertirlo en un mirador-restaurante, aunque por suerte semejante profanación nunca se llevó a cabo. De modo que la torre mantuvo su rango de tótem y símbolo. Y los habitantes de la ciudad, que ahora éramos casi el doble que en el año de mi nacimiento, persistimos en nuestra vocación de solitarios, de seres perdidos en medio de un páramo hostigado por el viento y el frío, lejos de todo y de todos, en un lugar donde nadie en su sano juicio habría fundado un asentamiento humano. A veces la soledad era tan intensa que nos sentíamos como los habitantes de una colonia antártica. Pero amábamos las calles de nuestra pequeña ciudad, y en los peores momentos siempre podíamos alzar la vista hacia el Depósito del Agua, nuestro recordatorio para el mundo de que aún existíamos, como una banderita clavada en la región más desolada del mapa del olvido.

Pero ni siquiera el querido Depósito podía protegernos para siempre de los embates del tiempo y de la soledad. Y llegó un día en que la ciudad empezó a decaer. La gente comenzó a marcharse, un lento goteo que pronto adquirió el rango de éxodo. Se cerraron todos los cines, incluso los de los hipermercados, y luego cerraron también los hipermercados. Y hasta las tiendas del centro comenzaron a colgar el cartel de cerrado. Aquella deserción masiva se acentuó de tal modo que incluso era posible encontrar sitio para aparcar en pleno centro. Nos quedamos sin trenes, y los autobuses apenas se detenían el tiempo necesario para recoger a los que huían por millares. Y entonces vino el invierno más frío de todos, y los que nos habíamos resistido a marcharnos pensamos que había llegado el final y que debíamos resignarnos a nuestro destino de sombras en una ciudad fantasma. Y fue entonces, justo entonces, en la noche más larga de aquel invierno, cuando el Depósito de la Fiesta del Árbol comenzó a emitir una luz sobrenatural, una luz como nadie había visto nunca, y de su punta surgió un haz dorado que parecía traspasar el cielo. Todos oímos la llamada: «Venid, venid». Y nos pusimos en marcha dejando atrás nuestros enseres, pues comprendimos que allá donde íbamos no los íbamos a necesitar. «Venid, venid». Y formamos largas filas a lo largo de las calles desoladas, hasta llegar a la torre, que ahora relampagueaba y brillaba con tal fulgor que no era posible mirarla sin protegerse los ojos. «Venid», nos decía la torre. Y todos vimos que sobre ella las nubes se habían abierto y dejaban ver un cielo nocturno tachonado de constelaciones. «Venid». Y cuando todos hubimos entrado, empezamos a oír un fragor que era como el de mil tormentas desatadas, la fuerza que iba a conducirnos a todos nosotros, los que habíamos resistido, los supervivientes, hacia nuestro auténtico destino entre las estrellas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/3/2009

sábado, 14 de marzo de 2009

Luz de otros días



Siempre que iba al centro de la ciudad procuraba incluir el pasaje de Lodares en su ruta, especialmente cuando el calor comenzaba a apretar. Entonces aquellos cien metros de pasaje modernista, entre la calle Mayor y la del Tinte, se le figuraban un refugio, un auténtico oasis. De repente había dejado atrás el asfalto hirviente y el sol asesino para sumergirse en un reino de frescor y luces difusas, de sonidos suaves y amortiguados. Era como estar en otro lugar, incluso en otro tiempo, en una ciudad más hospitalaria y amable que la que acababa de dejar atrás, lejos de sus conductores amantes del claxon y de sus peatones enredados en interminables soliloquios con sus teléfonos móviles. Le resultaba placentero saludar con un gesto a las cariátides de estuco de la entrada, y después avanzar lentamente entre aquella reconfortante simetría de columnas y balcones, todo un homenaje a la belleza y al buen gusto, cualidades que parecían haber desertado de las calles de la ciudad  moderna. Aunque tuviera entre manos algún recado urgente, procuraba demorarse lo más posible en recorrer aquellos escasos setenta metros de galería acristalada, tomarse su tiempo para disfrutar de su sosiego y de su luz de otra época, con su calidad irreal, como de ciudad sumergida. Y al alcanzar el centro del pasaje, siempre hacía un alto ante el escaparate de la tienda de lencería.

Probablemente no haya un solo hombre capaz de resistirse al reclamo de un escaparate de lencería. Con todo, la mayoría procuran mirar disimuladamente por miedo a hacer el ridículo o a provocar el enojo de su pareja. Él ya no tenía pareja, y el miedo al ridículo había dejado de inquietarle mucho tiempo atrás. Además, lo que se detenía para contemplar no era el escaparate en sí. Nunca había pecado de fetichista, y aquella profusión de sedas y de encajes le resultaba extravagante y casi de mal gusto. Lo que lo atraía una y otra vez, como una polilla al reclamo de una vela, no eran los tangas ni los sujetadores, y mucho menos las fotos publicitarias de modelos luciendo su palmito, sino la solitaria dependienta que aguardaba tras un mostrador al fondo de la diminuta tienda, una muchacha de rostro ovalado y mirada triste que se recogía el pelo en una coleta. Desde la primera vez que la vio al otro lado del cristal, ya hacía de ello algunos meses, pensó que nunca hubo persona menos apropiada para el trabajo de dependienta de mercería. En aquel santuario consagrado a la vanidad, aquella joven recatada y modesta era como un gorrión dentro de una jaula de oro. También pensó que, si alguna vez volviera a enamorarse, su elegida sería sin duda una muchacha como aquélla.

Nadie hubiera descrito a la dependienta de la mercería como una belleza, al menos no como una belleza al uso. Era tan pálida y delgada como la modelo de un pintor prerrafaelista. Pero aquella frágil delicadeza despertaba en él sentimientos que creía extinguidos desde mucho tiempo atrás, desde aquella tarde funesta de hacía diez años en que lo llamaron para decirle que Elena, con la que llevaba apenas unos meses casado, acababa de morir en un accidente de tráfico, y con ella la criatura aún no nacida que iba a ser el primer hijo de ambos. Desde entonces había transitado por la vida como un sonámbulo, sin otro deseo que el de renunciar para siempre al deseo. Pese a su condición de viudo joven y de buen ver, no había vuelto a salir con una mujer. Muchas veces había recibido insinuaciones de conocidas y compañeras de trabajo, pero él siempre las había rechazado con cortés firmeza, pues la idea de entablar una nueva relación le resultaba tan extraña como la de participar en un reality show televisivo. La muchacha de la mercería, en cambio, le hacía sentir un suave calor dentro del pecho, en esa zona de su ser que creía tan fría y devastada como el paisaje después de una explosión nuclear. Cuando se detenía para contemplarla desde el escaparate, experimentaba algo que se parecía mucho a la felicidad, o al menos al vago recuerdo que conservaba de la felicidad, en especial aquella primera vez en que ella reparó en su presencia y en su mudo ejercicio de adoración, y le devolvió la mirada con una sonrisa.

Desde entonces volvía una vez tras otra al pasaje de Lodares. Disfrutaba de la calma, del frescor y de la suave luz. Y también de los ojos azules de la muchacha de la tienda de lencería. Y de la forma en que su blanca tez contrastaba con el lustre rojo de sus labios, esos labios que ahora siempre esbozaban una sonrisa cuando lo veían detenerse. Incluso imaginaba que un día reuniría el valor suficiente para entrar en la tienda e invitarla a salir, y que ella aceptaría. Aunque en su fuero interno sabía que dicha conversación nunca iba a tener lugar, porque la muchacha de la tienda de lencería se parecía demasiado a Elena, su mujer muerta hacía diez años, para ser otra cosa que una jugarreta de su imaginación, una sombra del pasado, igual que las cariátides, las columnas y la luz que bañaba con su calidad irreal aquel viejo pasaje en el corazón de la ciudad. Luz antigua, luz muerta, luz de otros días.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 13/3/2009

viernes, 6 de marzo de 2009

Un aleph en el quinto pino


Siempre he envidiado el talento de Antonio García Muñoz como columnista. Me refiero ese tipo con gafas que ocupa este mismo espacio cada lunes. A mí me cuesta horrores llenar estos centímetros cuadrados de papel con algo mínimamente legible. Él, en cambio, resuelve su colaboración semanal con tal brillantez que más de una vez me he preguntado si no tendrá suscrito un pacto con el diablo. Admiro la elegancia de su prosa y el ingenio que derrocha en sus argumentos. Pero lo que me hace rechinar los dientes de envidia es su modo de estar al cabo de todo, esa omnisciencia portentosa que le permite escribir con autoridad y soltura sobre los temas más diversos, desde el carnaval a la alopecia, como si sus gafas de miope fueran en realidad gafas de rayos x con capacidad para penetrar en la esencia misma de las cosas. No soy yo muy dado a alimentar la vanidad de nadie, y menos la de Antonio, que ya tiene el ego bastante subido merced a las lisonjas de sus docenas de amigas repartidas por toda la geografía nacional. Sin embargo, cierto día que ambos paseábamos por el parque de Abelardo Sánchez (hará de esto seis o siete años) no tuve más remedio que hacerlo partícipe de mi admiración.

«Gracias, hombre, gracias», me dijo hinchándose como un bizcocho dentro del horno. «Pero no es para tanto. En realidad tengo un pequeño truco para estar bien informado.»

«Ajá», pensé yo. «Entonces era verdad que tenía un pacto con Mefistófeles. Esto explica también su éxito con las mujeres.» Y casi me pareció olfatear un rastro de azufre en torno a mi amigo, por más que él suela regarse profusamente con Varón Dandy.

«He encontrado un aleph», declaró entonces Antonio con voz enigmática.

Inmediatamente me vino a la memoria el famoso relato de Jorge Luis Borges. En el cuento, un poetastro conocido del autor encuentra un aleph en el sótano de su casa. Y aclaro que un aleph es una especie de ventana desde donde son visibles todos los lugares del orbe, con todo lujo de detalles y de forma simultánea. Lo primero que piensa Borges es que aquel mal poeta ha perdido el juicio. Y eso exactamente pensé yo de mi pobre amigo. Eso o que se estaba cachondeando de mí.

«¿Y dónde está ese aleph, si puede saberse?»

«Aquí mismo, en el parque», respondió Antonio sacudiendo la cabeza ante mi incredulidad. «Un día estaba paseando mientras pensaba en posibles temas para mi próximo artículo. Entonces vi que una ardilla trepaba por el tronco de un pino y se colaba por un agujero que estaba más o menos a la altura de mis ojos. Me asomé para curiosear y comprobé que desde allí podía observarse el universo entero. Desde entonces nunca ha vuelto a faltarme inspiración para mis artículos. Me basta con venir al parque y asomarme a mirar.»

«¿No te referirás a ese pino?», pregunté señalando hacia un árbol con un agujero en la corteza, el quinto de la derecha contando desde el lugar donde estábamos.

Mi amigo me miró con desconfianza y reflexionó durante unos instantes. Acto seguido lo vi asentir. Se trataba sin duda de una broma, pero a mí nunca me ha faltado el sentido del humor. De modo que me acerqué al árbol y miré dentro del famoso agujero. Durante unos segundos no vi más que oscuridad y me preparé para oír la carcajada de Antonio a la espalda. Luego noté que todos los ruidos del parque cesaban de repente. Y entonces, como una ráfaga de luz abrasadora, vi el aleph.

 Vi una pálida criatura octópoda arrastrándose por el fondo de una fosa oceánica. Vi una araña que tejía su tela en el negro interior de una pirámide, y la osamenta calcinada de una vaca en un desierto de Arizona. Vi el camarín de la Virgen de los Llanos, donde un misterio espantoso aguarda todavía ser descubierto. Vi un despacho municipal donde un concejal del partido gobernante copulaba de forma ilícita y salvaje con una concejala de la oposición. Vi los incontables granos de arena del Sahara. Vi un laboratorio de máxima seguridad en la base aérea de Los Llanos, donde se custodia el cuerpo de un alienígena conservado en formaldehído. Vi, en Buenos Aires, a una mujer que no olvidaré. Vi a un cuchillero rematando la navaja con la que habrá de cometerse el mayor magnicidio de la historia. Vi a un profesor de instituto bajarse películas porno con un ordenador portátil donado por el presidente Barreda. Dentro de un ataúd, en un cementerio ginebrino, vi la reliquia atroz de lo que un día fue Jorge Luis Borges. Vi mi propio cogote asomado al tronco del pino. Vi a Antonio mirándome y vi el Aleph, desde todos los puntos posibles. Y entonces mi vista se enturbió y tuve que dejar de mirar.

«¿Qué tal?», preguntó Antonio mientras yo parpadeaba bajo la luz del sol, aunque ésta era sólo el fulgor de una cerilla comparada con el millón de luminarias que ardían dentro del aleph. Y entonces tuve que soltar una carcajada. Porque acababa de ver la cara de mi amigo cuando le dijera, como estaba a punto de hacer, que el ayuntamiento había decidido cerrar el parque durante un año y talar unos cuatrocientos pinos. De modo que vete buscando un nuevo aleph, compañero.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 6/3/2009