La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 28 de enero de 2017

Las cosas que fueron


El fin de semana pasado asistí a un espectáculo en el que se versionaban viejos éxitos de Queen. Me cuentan que los artistas y grupos con repertorio propio lo tienen cada vez más difícil para conseguir «bolos», al contrario que las llamadas «bandas tributo», cuyas actuaciones consisten en imitar con la mayor fidelidad posible a los grupos legendarios del pasado. Hay varios «tributos» de Pink Floyd y de los Beatles de gira por España, y ninguno de ellos tiene problemas para conseguir contratos y llenar locales. No hay nada más moderno que oír música en discos de vinilo, que según afirman los conoisseurs suenan mucho mejor que los CD y los MP3, dónde va a parar. En las cadenas de televisión cunden las reposiciones, de modo que es difícil embarcarse en una sesión de zapping sin toparse con Grease o E.T. La moda de lo retro o lo vintage se extiende a todo, desde la ropa a los relojes de pulsera. En las librerías triunfan títulos que no basan su éxito en la novedad, sino en la nostalgia. La colección Yo fui a EGB ya va por la cuarta entrega a base de pastelitos Tigretón y de Frigodedos , de McGyver y de El Coche Fantástico. Los héroes del cine son aquellos mismos superhéroes de los cómics que leíamos de niños. La gente se apunta a Facebook para localizar a los amigos del colegio y del instituto, a los que no ve desde hace décadas. ¿Qué está ocurriendo? ¿Acaso nos hemos empeñado en abolir el presente? ¿Tan intolerable nos resulta vivir en el año 2017 que preferimos alimentar la ficción de que seguimos en los 70 o los 80? O quizás el presente no exista (como el futuro) y lo único que nos permite anclarnos en el mundo sea la memoria imperfecta de las cosas que fueron, y que nos parecen infinitamente más reales y sólidas que las que nos rodean.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/1/2017

jueves, 26 de enero de 2017

Lecturas y relecturas


Recuerdo que cuando era un crío leía los mismos libros una y otra vez. Los de Los Tres Investigadores me los sabía casi de memoria. También aquella preciosa edición ilustrada de Viaje al centro de la Tierra que todavía debe andar por algún rincón olvidado de la casa paterna. En aquellos días, el placer de la relectura era para mí muy superior al de la mera lectura. Cuestiones como la emoción de desconocer el desenlace o lo imprevisto de los giros argumentales me daban igual. Lo que me resultaba placentero de verdad era el regreso a esos parajes ya recorridos (en ocasiones muchas veces), el reencuentro con aquellos personajes a los que había llegado a considerar gente de mi propia familia. Algo de esto perduró durante mi primera juventud. Tantas veces leí las novelas de la serie de las Fundaciones, de Isaac Asimov, que las recuerdo mucho mejor que las páginas leídas anoche, justo antes de apagar la lámpara de la mesilla. Una parte sustancial de mí sigue todavía extraviada por Macondo, cuyas calles recorrí tantas veces que los Aurelianos y José Arcadios eran para mí como tíos emigrados a América. Ya en la cincuentena, sin embargo, leo con cierta sensación de pérdida anticipada, porque sé que jamás volveré a esas páginas que ahora recorro. Los libros se suceden como una avalancha, y basta con decidirse a embarcarse en uno de ellos para que otros títulos empiecen a aporrear la puerta. Me he convertido, quizás, en un lector-consumidor, un lector impulsado por la urgencia y el apremio, demasiado consciente, tal vez, de aquello de que el arte es largo, pero la vida demasiado breve. Quizás mi auténtico patrimonio como lector, las páginas que de verdad me acompañarán hasta el final, sean las de aquellos libros leídos de niño y de adolescente. Aquellos libros a los que siempre regresaba, a los que siempre regresaré.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/1/2017

sábado, 14 de enero de 2017

ADN


El concejal no adscrito del ayuntamiento de Albacete tiene un plan. Aunque quizás antes convenga recordar que dicho concejal no adscrito lo es porque su partido (Ciudadanos) decidió expulsarlo después de las elecciones. A lo que íbamos: el concejal no adscrito del ayuntamiento de Albacete tiene un plan. Consiste en crear un fichero genético que contenga los ADN de todos los perros del municipio. De ese modo, cuando alguien falte al deber de recoger los excrementos de su mascota, bastará con realizar un análisis que inculpará de modo inequívoco al dueño infractor. Parece que el concejal no adscrito se aburre mucho en ese limbo de los no adscritos en el que ingresó a los pocos días de recibir su acta. Quizás únicamente quiera llamar la atención. O quizás el concejal no adscrito sea en realidad un incomprendido y su idea no carezca de ingenio. Obviemos el hecho del alto precio de las pruebas de ADN, y de lo que supondría obligar a todos los propietarios de canes a trazar el perfil genético del suyo. Obviemos la imagen un tanto grotesca de unos técnicos municipales ataviados como los policías de la serie CSI, agachados en torno a un zurullo callejero para obtener la muestra pertinente. La medida en sí misma no carece de utilidad, siempre y cuando se aplique a los políticos en lugar de a los perros. Si trazamos el perfil genético de todas las personas que se dedican a la política en este país, sería muy sencillo identificar y castigar a los culpables de hacer sus necesidades sobre las cosas públicas que, como la calle y sus aceras, nos pertenecen a todos. De ese modo, con una base de datos que permitiera relacionar el excremento con su propietario, tal vez los políticos se lo pensarían dos veces antes de ensuciar y envilecer nuestras instituciones, práctica frecuente donde las haya, como sabe muy bien el concejal no adscrito.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/1/2017

El palo del 'selfi'


En un reciente viaje a Roma he realizado un descubrimiento capital: la realidad ya no le importa a nadie; lo único que cuenta ahora son los reflejos de esa realidad captados con la cámara del móvil, siempre y cuando el careto del propietario del dispositivo figure en primer término. De ahí que apenas sea posible visitar los monumentos de la Ciudad Eterna, pues todos ellos quedan ocultos tras un bosque de palos de «selfi», que como sabrán se usan para alejar la cámara del sujeto que la sostiene con la intención de inmortalizarse con el fondo de una postal célebre. Así las cosas, he vuelto sin estar muy seguro de haber visitado la Fontana de Trevi, las ruinas del Foro o la Plaza de San Pedro, toda vez que sus columnas y esculturas apenas eran visibles tras las bayonetas de esos fanáticos del autorretrato. Forofo que es uno de la precisión semántica, terminé por acuñar una definición para tan infame objeto: «Un palo de ‘selfi’ es un utensilio alargado (véase palo) con un teléfono móvil en un extremo y un imbécil en el otro». Aunque quizás el imbécil sea yo, embarcado en el anacrónico empeño de tomar fotografías en las que solo aparezcan edificios y estatuas, con exclusión (tarea imposible donde las haya) de cualquier figura humana. Los avispados vendedores callejeros, en cambio, han sabido sintonizar mucho mejor con lo que Hegel habría denominado el Zeitgeist. No en vano resulta imposible quitarse de encima ese enjambre de tipos granujientos que te ofrecen palos de ‘selfi’ a precios muy competitivos, incapaces de comprender que no vayas equipados ya con uno. Al final me vi obligado a usar el traductor de Google para tratar de espetarles lo siguiente: «Amigo, te puedes meter el palo por donde más te duela, a ser posible hasta el mango». Lástima, no me entendieron.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/1/2017

Epifanía


Cada mañana, camino del trabajo, tengo mi momento de epifanía. Me ocurre a la altura de cierta casa, una modesta vivienda de una sola planta que se encuentra en una de las calles más céntricas y ajetreadas de la ciudad. Una verja la separa de la acera. Tras ella, un jardín que, a pesar de su diminuto tamaño, alberga un par de arbolitos y una espesa enredadera. A veces hay también algunos juguetes (un triciclo, una pelota), aunque jamás he visto a ningún niño jugando allí. La fachada de la vivienda en sí es tan escueta como la de una casa de muñecas, tan sencilla como esas casitas que dibujan los niños en el parvulario. Una puerta estrecha de madera y una lámpara sobre ella, dos ventanas estrechas tras las que se adivinan visillos y el nombre de la dueña en letras de azulejo. En su momento la fachada se pintó de color amarillo, pero el tiempo y los elementos han dejado su impronta. Ahora recuerda la cara de un anciano que se apaga lentamente mientras ve desfilar la vida desde su ventana. Dije que nunca había visto niños en el jardín. La verdad es que jamás he visto un alma entrar ni salir de esa casa. A veces me pregunto si se trata de una vivienda real o de un espejismo, como si en ese punto del centro de la ciudad existiera un agujero temporal que nos permite asomarnos a otra época. Entre edificios modernos (altos, feos, ceñudos) un rincón que pertenece al pasado nos invita a evocar un modo de vivir distinto, más sencillo, más pausado, más pegado a la tierra. Algunas ramas cuelgan al otro lado de la verja y es fácil tropezar con las hojas al pasar. A veces me detengo y las acaricio. Quiero llevarme conmigo algo de su perfume, el perfume de un tiempo que quedó atrás.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/12/2016