La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 31 de agosto de 2008

Días contados



El verano tiene los días contados. Qué modo tan obvio de comenzar un artículo. Y a la vez, qué pensamiento tan triste. Como ya he dicho en alguna otra ocasión, he pasado este verano en Carcelén, que ahora se encuentra en plenas fiestas. El viernes pasado se celebró la carrera de los Montones, ganada este año por un chico llamado Kevin, de aspecto totalmente autóctono a pesar de su nombre anglosajón. Kevin, el de los pies ligeros, venció por un amplio margen tras lanzarse a tumba abierta monte abajo, en plena noche y con una antorcha en la mano. Ríanse ustedes de las hazañas olímpicas. Pero este momento épico es el único de las fiestas que me parece interesante. Por lo demás, cada noche los fragores de la verbena revientan la madrugada, haciendo imposible el descanso. Los adolescentes campan a sus anchas mientras los padres empinan el codo. Chicos de catorce y quince años se comportan como rufianes y les faltan el respeto a los mayores. Los jóvenes se apiñan en botellones, una práctica que si en el medio urbano es molesta, en el rural resulta aborrecible. Los niños —incluido el mío— añaden su granito de arena  haciendo explotar petardos a todas horas. Los días son ruidosos y las noches un infierno. En fin, lo clásico de unas fiestas patronales verdaderamente divertidas, al menos tal y como se entiende la diversión en este país, es decir, como sinónimo de ruido y molestias sin fin.

Pero es el precio que hay que pagar por un fabuloso verano de noches frescas y de días luminosos en los que las horas parecían multiplicarse, e incluso ramificarse. Gracias a estos días lentos que se disfrutan en el pueblo, todos mis proyectos literarios veraniegos han llegado a buen puerto. Por supuesto, este tiempo rural, ramificado y lleno de recovecos, me ha permitido también escribir estos artículos, que conforme transcurrían las semanas iban tornándose algo soñolientos y tal vez no demasiado inspirados. Pero lo cierto es que, si hago la suma, el saldo que obtengo es el de unas vacaciones activas y fecundas, lo que habría sido del todo imposible en la canícula albacetense, con su asfalto reblandecido y las obras urbanas en su punto álgido de caos y de ruido.

Un verano que termina con los deberes hechos es un motivo de satisfacción. Máxime cuando también ha habido tiempo para observar el crecimiento de mis rosas en el patio, y para maravillarme del modo en que éste se iba convirtiendo en una pequeña jungla donde estaban representadas no menos de veinte especies distintas de insectos, de los que pican, de los que hacen ruido y de los que sencillamente dan por saco según les dicta su peculiar naturaleza. Lástima que, además de ejercer como aprendiz de jardinero y de entomólogo, no me haya decidido a materializar otro de mis proyectos de este y de todos los veranos, la eterna aspiración de hacer más ejercicio, perder peso y mejorar mi forma física. Como mi mujer me recuerda a diario, en este capítulo he seguido más bien el camino inverso. Y para comprobarlo no he tenido más que asistir a una boda e intentar enfundarme prendas que no usaba desde hacía unos meses. Algo debe de ocurrirle a mis armarios, porque la ropa encoge en ellos de un modo misterioso. Como dijo el entrañable Homer Simpson, «¿Por qué habré sido maldecido con esta debilidad por los aperitivos?»

Ciertamente, no ha sido un mal saldo para un verano. ¿Por qué entonces esta sensación de desasosiego, de nostalgia anticipada? Puede parecer algo inmoral que un profesor se queje porque se le acaban las vacaciones, pero me temo que mi síndrome postvacacional de este curso va a ser de aúpa. Ya lo está siendo. Mi mayor aspiración en este instante, mientras me dispongo a hacer las maletas para regresar a Albacete, sería disponer de una máquina del tiempo, aunque fuera una de corto alcance. Me conformaría con que el ingenio pudiera transportarme de nuevo a los albores del mes de julio, cuando parecía que este verano que ahora termina no iba a acabarse nunca, como esos veranos infinitos que recordamos de la infancia. Hoy todavía hace calor, pero es un calor con olor a churros, un calor propio de la Feria, que a pesar de la bulla, el desenfreno y los entusiastas mensajes de los políticos, siempre me ha parecido la época más deprimente del año.

Cuánto no daría por poder rebobinar este luminoso verano y volver a los días incandescentes de julio, a los gin tonics en el patio y al zumbido de las avispas, incluso con todos mis proyectos literarios inconclusos, con todos los deberes sin hacer. El regreso a Albacete, a la vida activa, será esta vez un doloroso trámite. Me sentiré como recién llegado de un viaje muy largo del que no me apetecía volver. Y eso que durante los dos últimos meses apenas me he alejado de la capital. Aunque el viaje no es sólo una cuestión de distancia, y de un modo muy real, sí he emprendido un viaje a un lugar que pronto estará muy lejos, en el otro extremo del planeta. Un viaje lleno de serenidad, de belleza y de luz. Un viaje al corazón del verano.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 29/8/2008

Lo que Dios ha unido



A pesar de todas las advertencias en contra que han recibido últimamente, mis amigos Rosabel y Ricardo se casan hoy. Bendita inconsciencia. Y ya que la cosa no tiene remedio, ¿qué menos que dedicarles esta columna a modo de felicitación? Ricardo es, además de burgalés de pro, periodista, escritor y músico. En cuanto a la novia, además de muy guapa, Rosabel es nada menos que mi dentista. Una pareja con la que conviene estar a buenas. Él, un representante del Cuarto Poder. Ella, la persona que más daño puede hacerte, con permiso de hijos, cónyuges y demás familia. Menos mal que hasta el día de hoy ambos se han portado la mar de bien con un servidor.
Para la gente de mi generación, nada más siniestro que un dentista. Recuerdo que cuando volvía del colegio y enfilaba la calle en la que cierto dentista había fijado su consultorio, siempre me encontraba la acera sembrada de esputos de sangre. Y a veces incluso me topaba con alguna víctima de la brutalidad odontológica de aquel señor, pálida, descompuesta, apretando la palma de la mano contra su quijada dolorida. Todo esto debió de provocarme algún tipo de trauma infantil, pues no me atreví a ir al dentista hasta bien cumplida la treintena, con la mala suerte de aquel facultativo resultó tan siniestro o más que el que yo recordaba, e incluso creí ver en él un punto de locura. Tuvo que ser la gentil Rosabel quien, con su simpatía, su profesionalidad y sus habilísimas manos, me reconciliara con el gremio de los sacamuelas. Gracias a ella, ahora tal vez mi dentadura aguante unos años más. Y unos años más sin tener que dejar los dientes en un vaso de agua no son moco de pavo. Por eso y por librarme de un trauma infantil, mil gracias.
A Ricardo lo conocí primero por escrito. Cuando a cierto sector montaraz de la «crítica» local le dio por darme estopa, Ricardo, al que nunca había visto en persona, me levantó la moral con una bondadosa reseña de una de mis novelas, un gesto por el que siempre le guardaré gratitud. Desde entonces nunca me ha faltado su apoyo en cuanto proyecto literario me he embarcado, en forma de colaboración, de difusión o de ambas cosas. Expresado en su jerga de roquero, «en el periódico en que yo curre, siempre tendrás barra libre». ¿Cómo no apreciar a un tipo así?
La cuestión es que el roquero solitario y la risueña dentista se nos casan hoy. Y puesto que la cosa, como dije, ya no tiene remedio, quiero desearles desde aquí un matrimonio dichoso y fecundo, en hijos, en éxitos literarios, en muelas cariadas o en lo que ellos deseen. Son dos buenas personas y merecen acaparar algo de la felicidad que tanto escasea en este valle de lágrimas. Máxime cuando han tenido el detalle de ponernos un autobús para que nos lleve a la boda y, sobre todo, para que nos devuelva a casa, con independencia del estado en que nos sorprenda la madrugada.
Había pensado yo jugarme a los chinos con cierto amigo (sí, de ti estoy hablando, pájaro) lo de quién conduciría esta noche. En el último momento, el muy ladino se ha sacado de la manga cierta extraña y oportunísima ceguera nocturna que le impide conducir tras la puesta de sol. Sospecho que la ceguera de marras es más bien la que tiene pensado agarrarse esta noche. Pero eso ya no importa, pues yo, libre ahora del coche y de la amenaza de la Guardia Civil, pienso hacer lo propio.
¿O acaso no aprovechamos las bodas para perder impunemente el oremus, aun a riesgo de perder de paso la dignidad? Una boda es como un carnaval en el que lucimos al menos dos disfraces: el traje con el que nos endomingamos y el disfraz de indio que nos ponemos cuando la juerga se presta para ello. Casi todo está permitido, y cada cual cuenta con su especialidad en semejantes eventos. La mía es perpetrar tangos, y dudo que los invitados se libren de sufrirme esta noche mientras profano la memoria de Gardel. Las bodas son ocasiones perfectas para desinhibirse. ¿Qué mejor terapia en estos tiempos hipócritas y mojigatos que nos aquejan? Con suerte nadie se enfadará. Salvo que ocurra aquello que nunca supe si era verdad o pura leyenda urbana, lo de aquel novio a quien un amiguete trató de cortar la corbata con una motosierra, con la mala fortuna de que el pobre novio murió desangrado, la broma acabó en tragedia, y la boda en funeral. O lo que ocurrió en un salón de banquetes de nuestra ciudad (y esto, al parecer, sí que es cierto), cuando los invitados del novio y los de la novia acabaron enzarzados en una batalla campal que se saldó con heridos y una carga de las fuerzas del orden.
Pero tranquilos, queridos Ricardo y Rosabel. Seremos tan civilizados como nos lo permita nuestra recia raigambre manchega. Nos dejaremos la motosierra en casa. Es más, nos comportaremos con versallesca cortesía. Al menos hasta el filo de la madrugada. Luego siempre podéis poner pies en polvorosa. Y lo que Dios ha unido, que no lo separe el matrimonio.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 22/8/2008

Opinión



Esto de escribir una columna de opinión no deja de comportar cierta responsabilidad. Y ruego que se me entienda. No es que me considere capaz de crear opinión o de influir en las de nadie. Lo que me causa un pudor terrible es pensar que las opiniones que vierta en esta columna quedarán fijadas en las páginas de este diario, del cual se imprimirán varios miles de ejemplares. Con estas premisas, ¿quién es el guapo capaz de practicar ese deporte tan autóctono de «donde dije digo, digo Diego»?

Todos opinamos. Constantemente. La vida es un largo ejercicio de opinión. Nuestras opiniones nos definen como seres individuales y distintos, afilan nuestra personalidad, delimitan nuestros contornos. Un chiste bastante vulgar (pido disculpas) afirma que las opiniones son como cierto orificio corporal: cada uno tenemos la nuestra y todos pensamos que las de los demás dan asco. Resulta burdo, pero exacto. Vivir es oponerse, y la opinión esa esgrima dialéctica que ejercitamos a diario. Opinamos porque intuimos que no nos queda más remedio, y porque de ese modo logramos abrirnos un hueco en este abarrotado mundo. Opinamos sobre lo banal y sobre lo trascendente, con todas las escalas intermedias. Incluso nos permitimos opinar sobre lo que apenas sabemos, o bien sobre lo que nos trae sin cuidado. Estamos condenados a dar opiniones. Es nuestra forma de construirnos como seres humanos.

Opinar no es el problema, sino hacerlo desde un medio de comunicación, incluso si se trata de una modesta columna como la que está usted leyendo. ¿Quién me dice a mí que esta oportunidad de opinar en público que tan amablemente me brindó este diario no acabará por convertirse en un arma de doble filo? ¿Y si mis puntos de vista cambian? ¿Y si mañana he dejado de ser «aquél»? ¿Y si el mes que viene voy a nadar al río y descubro que uno no puede bañarse dos veces en el mismo río, y tampoco, por extensión, darse dos veces la misma ducha? ¿Y si cualquiera de ustedes, los que han pagado religiosamente su ejemplar del periódico, se me acercan y me piden explicaciones por una opinión que a lo mejor ya ni siquiera comparto? Demasiados imponderables. Demasiado estrés.

Lo cierto es que me siento mucho más cómodo en mi faceta de novelista. Ahí no hay ningún problema. En una novela sí que puede uno largar cuanto le plazca y luego, si alguien se enfada, encogerse de hombros y decir «ah, es que es una novela». Se supone que cuando escribe ficción uno construye personajes, y que esos personajes no tienen por qué responder a los puntos de vista del autor. Si un personaje de mi novela es xenófobo, machista y admirador de George Bush, yo no tengo por qué serlo también. Esto lo he tenido que explicar muchas veces, en especial a mi madre y a otros familiares cercanos, cada vez que publico un libro. «No te asustes, no soy yo, es un personaje, es ficción, mentira, etc.». Y como explicación resulta convincente, aunque luego siempre me miren con desconfianza, tal vez porque intuyen que un novelista construye sus personajes con más materiales propios de los que estará dispuesto a admitir. El problema, ay, es que lo que sirve para una novela o cualquier otra obra de ficción, no sirve para un artículo de opinión. ¿O sí?

¿Acaso no podemos considerar que el acto de escribir una columna de opinión, como la mayoría de las cosas que hacemos en la vida, no es más que otro ejercicio de simulación? ¿Y si quien opina desde esta columna no es más que un personaje, igual que los que invento en mis novelas? De acuerdo con eso, cada una de estas crónicas semanales equivaldría a un capítulo, y el señor que las escribe, ese señor gordito, con barba y gafas, que da clase en cierto instituto de Albacete, no sería más que un personaje. Un personaje único, un poco estomagante y con cierto parecido conmigo, lo admito, pero personaje al fin y al cabo. ¿Me valdría eso como coartada si alguien encontrara ofensiva algunas de mis opiniones? ¿O tendría tal vez que cargar con ese personaje igual que un ventrílocuo carga con su muñeco, aunque en este caso el muñeco pese 90 kilos, adore la cerveza y ronque por las noches?

No sé, no sé. Me sigue pareciendo un ejercicio comprometido, casi peligroso. Tal vez lo mejor sería no opinar en absoluto, lo que ya he ensayado otras veces. Mi amigo Gregorio, que fue periodista bastantes años, me lo reprocha con cierta frecuencia: «Tú no escribes columnas de opinión, sino relatos». Igual tiene razón. Pero uno es bastante pusilánime, y no se me ocurre un modo mejor de escurrir el bulto sin dejar de perpetrar esta columna, que en el fondo disfruto mucho escribiendo.

Y, si se fijan, he conseguido llegar al final de otro artículo sin emitir una sola opinión. Pero esta vez voy a hacer una excepción, aunque sea sólo por justificar que estos párrafos se publiquen en las páginas de opinión de este diario. Una opinión… bien… veamos… Ah, sí, ahí va. La ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos fue una monumental horterada. ¡Toma opinión!

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 17/8/2008

jueves, 14 de agosto de 2008

Tangos



Santos Discépolo, Contursi, Filiberto, Ranazzo. El Buenos Aires de los 20 y de los 30. Boliches y cafetines del arrabal. Malevos y compadritos. Tauras y cantores. Broncas y entreveros. Aquel barrio plateado por la luna y aquella pebeta cuyos ojos acarician al mirar. Nostalgia de las cosas que han pasado. Y Gardel, siempre Gardel. Con su pitillo humeante y su voz de terciopelo y noches de farra. Sonidos embalsamados a 78 revoluciones por minuto. Un tiempo viejo preservado en las letras del tango, grabadas en la memoria a fuego y cuchillo. Y en los acordes de guitarras y bandoneones, que crujen con la carcoma de los años como arena bajo los pies. Cada acorde un lamento, cada verso una epopeya en miniatura. Borges lo dijo: Una mitología de puñales / Lentamente se anula en el olvido; / Una canción de gesta se ha perdido / En sórdidas noticias policiales. El tango, «la secta del cuchillo y del coraje», a la que muchos permanecemos fieles desde el tiempo y la distancia.

El tango es multiforme, como toda buena música. Es capaz de reinventarse, de absorber y adaptar estilos y modas. Es popular y es culto. Poético y obsceno. Violento y sentimental. Pero existe un poso, un corazón, que permanece intacto desde que, en 1917, Gardel registró en disco su primer tango. Se titulaba Mi noche triste, y en su letra y sus compases se prefigura ya la edad de oro del tango, que alumbraría las dos décadas siguientes. Sus ecos resuenan, por ejemplo, en el celebérrimo La cumparsita, a cuyo protagonista, en el colmo de la desgracia, no sólo lo abandona su amada, sino también su perro: Y aquel perrito compañero, que por tu ausencia no comía, al verme solo el otro día, también me dejó. A veces el abandono hace caer al hombre en la desesperación y la bebida, como en el tango El tabernero, que, en su amarga desolación, incluso se permite una reflexión teológica sobre la condición del borracho: Todos los que son borrachos, no es por el gusto de serlo, sólo Dios conoce el alma que palpita en cada ebrio. Aunque quizás el máximo exponente del «tango-curda» sea Tomo y obligo, al final del cual se nos brinda esta categórica advertencia: Siga un consejo, no se enamore, y si una vuelta le toca hocicar, fuerza, canejo, sufra y no llore, que un hombre macho no debe llorar.

Hombres machos, muy machos, tanto que su despecho amoroso culmina a veces de una forma brutal y homicida (con un «episodio de violencia machista», se diría hoy). Entre los que no pudieron consentir la cornamenta y decidieron tomarse la justicia por su mano, es famoso el protagonista de A la luz de un candil, quien, al entregarse a la policía, le confesó al comisario: Las pruebas de la infamia las traigo en la maleta, las trenzas de mi china y el corazón de él. O aquel otro que vuelve a su casa una Noche de Reyes para descubrir que su esposa lo engaña con el amigo más fiel. Y una vez perpetrado el doble crimen, alcanza el colmo del horror al constatar que el nene dormido ha dejado fuera sus zapatos, porque espera un regalito y no sabe que a la madre, por falsa y por canalla, su padre la mató.

Por fortuna, a veces no hace falta caer en el crimen pasional, y es el propio tiempo el que se encarga de tomar venganza. Sola, fané, descangayada, la vi esta madrugada salir de un cabaret, nos cuenta con cinismo el amante burlado que encuentra a su antiguo amor, años después, hecha un cascajo y con pinta de gallo desplumao. Aunque, no nos engañemos, por lo general es la despiadada mujer la que gana, como puede atestiguar el hombre aquel que estuvo un mes sin fumar para regalarle a su caprichosa amada el tapado de armiño que exigía. O el matón compadrito de Malevaje (quién te ha visto y quién te ve), que se lamenta del siguiente modo: No me has dejao ni el pucho en la oreja de aquel pasao malevo y feroz. Ya no me falta pa' completar más que ir a misa e hincarme a rezar.

Pero más fiera es la venganza del tiempo y del olvido, que todo destruye. Lo sabe quien haya escuchado Volver, la cumbre lírica del tango: Volver, con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien. O quienes han recorrido aquel caminito que el tiempo ha borrado de la mano de Gardel, que cada día canta mejor. El tiempo, compañeros, que todo lo borra. Y la muerte como única certeza. Sólo queda lamentarse, aunque de nada sirva. Todo es mentira, mentira este lamento, hoy está solo mi corazón. En conclusión, el que ande necesitado de esperanza, que no la busque en un tango: Aunque te quiebre la vida, aunque te muerda un dolor, no esperes nunca una mano ni una ayuda ni un favor.

Tangos, viejos tangos, hermosos y canallas, amargos y dulces como la vida. Son, igual que la buena literatura, una excusa que nos brinda el arte para vivir otras existencias. Borges lo sabía y nos lo dejó escrito: El tango crea un turbio / Pasado irreal que de algún modo es cierto, / El recuerdo imposible de haber muerto / Peleando, en una esquina del suburbio.

Aparecido en el diario La Tribuna de Albacee el 8/8/2008

jueves, 7 de agosto de 2008

¡Chantaje!



Ya me he referido con anterioridad al grupo de humoristas británicos Monty Python y a su inolvidable serie de televisión. Estos tipos absurdos y geniales fueron unos adelantados en muchos aspectos. Ellos fueron, por ejemplo, los primeros en usar la palabra «shit» («mierda») en un programa de la BBC. Y años más tarde, aprovechando la muerte de un miembro del grupo, se convirtieron en los pioneros en decir «fuck» («joder») en un funeral. En un sketch realizado en 1970, ya se mofaban del sensacionalismo de los reality shows televisivos cuando éstos ni siquiera existían. El sketch se titulaba «¡Chantaje! »

Aparece en pantalla un vociferante y entusiasmado presentador (Michael Palin), quien nos explica la mecánica del show. Se va proyectar una filmación de cámara oculta. En ella veremos a un ciudadano incurriendo en alguna conducta censurable o indecorosa. Empieza el concurso. Vemos al clásico gentleman inglés con paraguas y bombín (Terry Jones) que avanza hacia la puerta de una vivienda, mientras lanza miradas furtivas a ambos lados. La película progresa y una cifra en libras esterlinas se incrementa al pie de la pantalla. En la puerta aparece una insinuante señorita vestida únicamente con un salto de cama. El caballero entra y el presentador elogia el valor y la deportividad del involuntario concursante, pues el teléfono pertenece mudo aunque el «chantajeado» puede llamar en cualquier momento para interrumpir la proyección. La cámara se desplaza hacia la ventana del dormitorio, en el segundo piso. Segundos más tarde aparecen de nuevo el caballero y la señorita. Ella se despoja del salto de cama y muestra el corpiño negro que lleva debajo. El caballero, con gesto de extrema lascivia, comienza a quitarse los pantalones. Entretanto, ella saca un látigo y se dirige a él con gesto imperioso. En ese instante suena el teléfono. «¿Diga? —responde el presentador—. Ah, ¿cómo está usted, señor? No se preocupe, nosotros no nos dedicamos a hacer juicios morales. Sólo nos interesa el dinero… Sí, tome nota de la dirección a la que debe mandarlo...»

En verano apenas veo la televisión. En la minúscula tele de 15 pulgadas que tenemos en la casa del pueblo, más que ver los programas, es preciso desentrañarlos. Por eso casi siempre opto por sentarme en el patio a beber gin tonics. La única ventaja de esta raquítica tele es lo útil que resulta para mantener las distancias con la programación. Eso de verlo todo pequeñito es ideal para ejercer la crítica televisiva con auténtica mala leche. Y también para comprobar que los Monty Python gozaban del don de la profecía. Aunque se quedaron cortos.

Hace poco vi un programa cuyos concursantes tenían que pasar la prueba del detector de mentiras y responder a un cuestionario verdaderamente impertinente sobre su vida privada. Luego, en el plató, les repetían las preguntas, pero esta vez delante de sus cónyuges, familiares, amigos y toda la corte celestial. Si el detector de mentiras les daba la razón, iban acumulando dinero. Pero al primer renuncio lo perdían todo. En el programa que yo vi, un joven camionero confesaba que tal vez tuviera varios hijos ilegítimos repartidos por ahí, todo ello ante su sonriente esposa, que parecía incluso complacida, no sabemos si por la virilidad del marido o por el dinerito que pensaba embolsarse a costa de las fechorías del muy pendón. El problema fue cuando le preguntaron si estaba enamorado de su mujer y contestó que sí, y después de la publicidad todos supimos que no, que era mentira, según el detector. Vaya cara se le quedó a su santa. Menuda catarsis, amigos.

Pero son aún peores esos programas que disfrazan su bazofia de servicio público, y me refiero concretamente al de Mercedes Milá, dignísima sucesora de Javier Sardá en sus momentos más cochambrosos. La cosa iba de pederastas y de internet. El gancho era una «redactora» del programa, canija y poco desarrollada ella, que se hacía pasar por una niña de 13 años. A través de un chat entraba en contacto con cierto menorero al que ponía más caliente que una estufa. Sin acabar de creerse su buena suerte, el tipo lograba convencer a la presunta lolita para conocerse en persona. Se encuentran en un parque, ella vestida de colegiala. El babeante adulto trata de seducirla con una retórica bastante pedestre. Y todo esto se graba con cámara oculta mientras la justiciera Milá aguarda apostada en las inmediaciones. En cierto momento, el menorero invita a la colegiala a irse con él a un hotel. Entonces la intrépida Milá clama «¡Ya está bien!», y salta de su escondrijo. Mientras la colegiala pone pies en polvorosa, la periodista se planta ante el monstruo y lo increpa: «¿No te da vergüenza? ¡Pedazo de degenerado!».

No sé qué opinarán ustedes. Yo creo que programas como éstos harían vomitar al Marqués de Sade. Pero igual que el presentador de «¡Chantaje!», renuncio a hacer juicios morales. Y menos con este calor. Así que mejor apago la televisión y me tomo un gin tonic en el patio. ¿Gustan?

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 1/8/2008