La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

miércoles, 30 de julio de 2008

La viro de la verda stelo



A principios de julio se celebró un congreso de esperantistas en la ciudad de Cuenca. Para alguien como yo, que más o menos se gana la vida con los idiomas, eso de ser esperantista suena a actividad perfectamente inútil, un hobbie propio de gente ociosa que no se toma la vida muy en serio. O por lo menos eso pensaba hasta que conocí al hombre que ha estado detrás del congreso (su «alma páter», como dijo cierto político en un discurso). Se llama Alejandro Pareja y lo conocí en internet, que todavía depara algunas sorpresas entre la morralla. De esto hará unos tres años. Lejos de ser un tipo ocioso o un amante de lo inútil, Alejandro Pareja es una de las personas más serias y lúcidas con las que me he topado. Nació en Madrid hace 50 años, se educó en Londres y vivió en París, y dejó su empleo en la banca para dedicarse a vivir de la traducción literaria. Cuando supe que Alejandro Pareja, además de todo eso, era republicano militante, consumidor de rapé (nótese la tilde sobre la «e»), experto en George Orwell y versado en dos o tres mil asuntos más, no me quedó más remedio que concluir que había dado con un tipo notable.

Un inciso. Fue precisamente George Orwell quien, en su novela «1984», imaginó una lengua artificial llamado «Newspeak» («neolengua»). Se trataba de un idioma creado e impuesto por el partido único de un estado totalitario. Su propósito no era favorecer la comunicación, sino erradicar el pensamiento heterodoxo. Si se eliminaba la palabra, desaparecía el concepto. Cada vocablo tenía un único significado que el Estado determinaba. Puesto que el lenguaje moldea el pensamiento, la neolengua hacía imposible el pensamiento crítico, el razonamiento y la libertad de conciencia.

Alejandro me contó que el esperanto nació con ideales diametralmente opuestos. Fue creado por el oftalmólogo judío polaco Luis Lázaro Zamenhof a finales del siglo XIX. En aquella época de idealismo y fe en el progreso, aún estaban en boga conceptos como la fraternidad de la raza humana y la posibilidad de un futuro de paz y armonía para las naciones. ¿Y qué mejor forma de procurarlo que acabar con la maldición de Babel? El esperanto, como su nombre proclama, nació de esa esperanza. Un lenguaje nuevo cuyo léxico bebía de las principales lenguas occidentales, y cuya gramática, basada en la racionalidad y orientada a facilitar el aprendizaje, excluía esas irregularidades que son la marca de fábrica de las lenguas naturales. Una lengua universal clara, nítida, fácil de adquirir. Una lengua común para una especie humana unida y en paz.

Desde que apareció la primera gramática del esperanto, allá en 1887, ha pasado mucha agua bajo el puente. Tan pronto como empezó a tener hablantes, la lengua «construida» de Zamenhof comenzó a evolucionar de un modo semejante a las lenguas naturales. Pero ha mantenido siempre el principio de regularidad y sencillez, lo que permite que un mes de estudio de esperanto equivalga a un año de estudio de idiomas como el todopoderoso inglés. También ha mantenido intacto el principio de fraternidad entre las naciones. Hoy en día el esperanto tiene unos dos millones de hablantes en todo el mundo, sobre todo en el este de Europa. No parece mucho, pero es más que lenguas como el euskera que, sin embargo, tanta guerra dan y que, sin duda, son mucho más difíciles de aprender. Además, siempre según Alejandro Pareja, «los hablantes de esperanto están más extendidos por todas partes. Y en general son gente leída y con inquietudes culturales. Baste decir que la Wikipedia en esperanto (Vikipedio) tiene unas 100.000 entradas, muy por delante, por ejemplo, del catalán». Me sorprendí muchísimo cuando Alejandro me reveló que incluso hay niños, hijos de parejas de esperantistas, que tienen este idioma como lengua materna. Se llaman «denaskaj», que significa «de nacimiento». Lejos de ser una anomalía o un ejercicio de radicalidad, estos críos son el resultado lógico de unos padres de distintas nacionalidades que han se han conocido y enamorado gracias al esperanto (no en vano, afirma Alejandro que el esperanto es un gran casamentero). Para mí representan también una esperanza, como ese idioma que aprenden antes que el de su propio país.

Desde esta columna, mi saludo y mi admiración para esos bisnietos de Zamenhof que asistieron al «Hispana Kongreso» de Cuenca. «Mi deziras al vi bonan shancon, felichon kaj longan vivon. Esperanto havu brilan estonton. Kaj ghi ne senlaborigu la instruistojn de la angla!» Lo que aproximadamente viene a significar: «Os deseo suerte, felicidad y larga vida. Ojalá el esperanto tenga un esplendoroso futuro. Y ojalá no deje nunca sin trabajo a los profesores de inglés».

Ah, y por si no habían caído en el detalle, el título del artículo significa «el hombre de la estrella verde». La estrella que campea en la bandera esperantista, la que Alejandro Pareja suele lucir en su solapa.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 25/7/2008

jueves, 24 de julio de 2008

"Bookcrossing"



Confieso que me pirro por los magazines radiofónicos. Frívolo que es uno. El problema de estos programas es que llega el verano, y sus presentadores titulares se marchan de vacaciones. Entonces toman el relevo los suplentes, que nunca están a su altura, junto con un equipo de becarios que suelen ser estudiantes de periodismo en prácticas. Es cierto que esos programas, incluso con sus plantillas oficiales al timón, rara vez se caracterizan por la profundidad de los asuntos que abordan. Pero sus ediciones veraniegas se aligeran de tal modo que sus contenidos rozan ya la pura inanidad. Esto es lo que en jerga mediática se denomina «un tema refrescante». Pues bien, existe un tema refrescante en concreto que resurge una y otra vez a modo de versión actualizada de la consabida serpiente de verano. Se trata del «bookcrossing».

El bookcrossing es una práctica que empezó en Estados Unidos y se extendió con rapidez a las colonias norteamericanas (incluyendo nuestro país) gracias a internet, caldo de cultivo donde prosperan y se difunden las tonterías a escala global. En pocas palabras, consiste en coger un libro y dejárselo olvidado en medio de la calle, en el banco de un parque, en la copa de un pino o debajo de la estatua de Espartero. Luego, si hay suerte y el libro sobrevive a la intemperie, a las deyecciones de las palomas y a la furia de los botellones, llegará otro «bookcrosser» y se lo llevara a su casa. Y cuando teóricamente lo haya leído, volverá a abandonarlo por ahí («lo liberará», dicen ellos). Y vuelta a empezar. Hasta ahí la cosa parece una soberana sandez. Pero cuando se descubre que efectivamente lo es, es cuando nos enteramos de que la gracia está en seguir el periplo del libro a través de la red. A diferencia de los huérfanos que se abandonaban en las puertas de los conventos, cada ejemplar lleva una etiqueta identificativa, y cada fulano que lo deja por ahí se apresura a indicar en una web ad hoc el lugar exacto, para que otros fulanos puedan acudir a recoger el libro y perpetuar de ese modo la tontería. Al parecer, los bookcrossers revientan de gozo cuando se enteran de que su libro ha ido a parar a Sevilla o a Bollullos de la Sierra.

Cada vez que la radiodifusión estival trata este asunto (y son ya varias), entrevistan a una señorita cuyo nombre no recuerdo, y cuyo mérito consiste en ser la presidenta de la pandilla. Entre jijís y jujús, esta señorita repite las mismas anécdotas verano tras verano. Cuenta que una vez metió un libro en un recipiente de plástico, lo selló con silicona y lo tiró al mar, y que luego nunca volvió a saber de él. Qué inesperado desenlace. O la historia de aquella niña que encontró un libro que era para mayores, y lo tuvo guardado hasta cumplir la edad adecuada, y sólo entonces lo leyó, para luego, obediente y modosita ella, volver a liberarlo. Afirma la señora presidenta que la aspiración de los bookcrossers es convertir en mundo en una gran biblioteca, y que se lo pasan estupendamente, sobre todo cuando se cuentan sus cosas en los foros y en los chats, o cuando quedan para conocerse en persona y luego se van de picos pardos, que es lo que en internet se conoce como «hacer una kedada». Esto último es, en mi opinión, el auténtico aliciente del invento, y lo de los libros y la biblioteca global, un simple pretexto para hacer amigos e irse de parranda y ligoteo.

Dudo que alguien que siente tan escaso aprecio por los libros como para dejarlos abandonados por ahí, sea capaz de leerlos, y mucho menos de entenderlos, ni aunque se trate de novelas de Paulo Coelho o de Antonio Gala. Lamento expresarlo con tanta crudeza, pero lo que hacen estos bookcrossers me parece más propio de tontuelos (por no decir de vándalos) que de auténticos lectores. No creo que sea el bookcrosser quien libera el libro, sino el libro el que se libra del bookcrosser. Y la mejor fortuna que puede correr ese ejemplar es acabar en la biblioteca de alguien que lo sepa apreciar y conservar. Un libro se puede regalar, prestar, vender, dejar en herencia o robar. En determinadas circunstancias, incluso es lícito quemarlo o usarlo para suplir la pata rota de un mueble. Lo que no es de recibo es dejarlo tirado por ahí por un motivo tan banal. Es más, si alguna vez encuentro un ejemplar de «La conjura de los necios» o de «El aleph» abandonado en un banco del parque como una bolsa de pipas vacía, prometo que denunciaré públicamente a su anterior propietario por vandalismo cultural.

Y ahora que me acuerdo, mis padres encontraron una vez un libro en un banco de una estación de autobuses. Su título era «El libro infernal» y su autor un tal Tomás Sulfurino, un supuesto monje medieval que acabó en la hoguera por nigromante y adorador de Satán. Mis progenitores estuvieron dudando entre recogerlo o no, pues temían que verdaderamente se tratara de un hallazgo diabólico. Al final, armándose de valor, se lo llevaron y acabó en mis manos. Hoy comprendo que tal vez fuera un ejemplar liberado por algún precursor del bookcrossing, aunque resultó que el libro sí tenía algo de satánico. Pero esa es otra historia y ha de ser contada en otro momento.

 

Aparecido en el diario La Tribuna de Albacete el 18/7/2008 

 



martes, 15 de julio de 2008

Melomanía



Vivo en el centro de Albacete porque soy alérgico al uso diario del automóvil. Compré mi vivienda en la calle Zapateros, que como saben es peatonal, en la creencia de que así disfrutaría de las ventajas de vivir en el centro sin sufrir los inconvenientes del tráfico. Entonces mi adquisición me pareció un acierto, y yo un tipo muy astuto al haber elegido mi lugar de residencia con tanta sensatez. Pero al destino (o al diablo) le divierte gastarnos jugarretas. Y yo, que me considero un enemigo jurado del ruido, estaba destinado a sufrirlo en cantidades industriales.
Pasaré por alto el hecho de que todos los borrachos de Albacete parecen sentir una predilección especial por mi calle a la hora de emprender sus accidentados regresos al hogar. Eso sería injusto para los vecinos-mártires de La Zona y sus aledaños, o para quienes sufren la calamidad de un botellón bajo la ventana de su dormitorio. La concentración de locales de copas en dos o tres calles tal vez sea muy conveniente para los hosteleros, pero ha convertido esa zona de nuestra ciudad en un espacio inhóspito, casi inhabitable. Un auténtico territorio comanche. En comparación, mi calle, con sus coros de borrachos en la madrugada, disfruta de la misma calma que un monasterio de cartujos. Comparadas con el frenesí nocturno de La Zona, hasta resultan tolerables esas infames verbenas de barrio con que las asociaciones de vecinos castigan a sus vecinos a costa de las subvenciones municipales. Por cierto, que ya he padecido la mía. Como cada año, con la puntualidad de ciertas catástrofes naturales, las fiestas de mi barrio se han perpetrado en la plaza del Periodista Antonio Andújar. Y como prueba de que con la edad uno se vuelve más tolerante, sepan que he aguantado mi ración doble de pachanga sin decir ni pío… ejem… hasta hoy.
Mi calamidad acústica particular es de otra índole y opera en horario diurno. Me refiero al conservatorio de música Tomás de Torrejón y Velasco, esa noble institución que se ha convertido en la pesadilla de quienes vivimos en sus inmediaciones. Los estudiantes tienen que practicar, por supuesto. Y por ello el edificio esta provisto de dobles ventanas. Pero pronto descubrimos, para nuestra consternación, que ese detalle es puramente ornamental, pues los estudiantes las abren de par en par en invierno y en verano. Y así los vecinos podemos apreciar su habilidad para aporrear pianos e instrumentos de percusión, soplar en tubas y cuernos, o tañer violines y contrabajos. Imaginen que todos esos instrumentos suenan a la vez (algunos, por cierto, tocados por desmañadas manos primerizas). Imaginen que su despacho, el lugar donde trabajan, estudian o simplemente tratan de leer, se encuentra a diez metros escasos de esa pared sonora. Imaginen el clamor de un coro dentro de su domicilio, como si esas decenas de voces cantaran exclusivamente para su tormento. Imaginen a la banda municipal en pleno ensayando justo delante de su ventana, muchas veces hasta la medianoche. ¿No creen que hasta el melómano más fanático se volvería un enemigo jurado de la música? ¿Tenemos algo que envidiarles a los vecinos de La Zona?
Habrá quien justifique este martirio invocando la condición de centro educativo del conservatorio. Se dirá que posee una función social y que, por tanto, conviene hacer la vista gorda. Yo pienso que la condición de centro de enseñanza no es un eximente, sino un agravante, porque es bien sabido que los profesores tenemos también la obligación de educar en valores y en ciudadanía, y es de buen ciudadano no incordiar al vecino. Tampoco faltará quien diga que el conservatorio se cierra en vacaciones, con lo que los estudiantes se van con la música a otra parte. Cierto, en términos generales. Con la salvedad de que el año pasado hubo obras, y los albañiles con sus picos, taladros y hormigoneras tomaron el relevo de los estudiantes con sus pianos, clarinetes y violas. Y que este año son los opositores quienes nos regalan los oídos con sus conciertos, eso sí, algo más afinados. En fin, ¿algún sordo de nacimiento está interesado en comprar un piso baratito en la calle Zapateros?
* * *
Posdata: mi remedio, igual que el año pasado, ha sido hacer las maletas y marcharme al pueblo. A Carcelén, para más señas. Desde el patio de mi casita tecleo estas líneas, mientras contemplo cómo me crecen los geranios. El sonido más alto es el trinar de las golondrinas, y de fondo el zumbido de una avispa que traza piruetas entre las ramas de un laurel. Y hablando de Carcelén, hace unos meses reclamé desde esta columna que se le tributara el homenaje que merecía a Juanjo Gómez Molina, artista y catedrático, carcelenero ilustre donde los haya, fallecido en accidente el verano pasado. Pues bien, a principios de junio tuvo lugar ese homenaje, con la participación de la familia y de todo el pueblo. Y hoy la plaza principal del pueblo lleva el nombre de Juan José Gómez Molina. Es justo reconocer las cosas bien hechas. Desde aquí mi felicitación para el ayuntamiento de Carcelén y para Ildefonso Vera, su alcalde.
Aparecido en el diario La Tribuna de Albacete el 11/7/2008

jueves, 3 de julio de 2008

Gracias, profesor



A mediados de los 70 llegó al instituto Bachiller Sabuco de Albacete un nuevo catedrático de Lengua y Literatura. Aunque serio en apariencia, era un profesor joven y progre, y me imagino que debió de llevarse un chasco notable al cruzar por vez primera el umbral catedralicio de aquella santa casa. Por aquellos tiempos el instituto todavía no había vivido su particular transición, y aún conservaba intacta la caspa y las telarañas de la rancia institución que siempre fue. Existía la costumbre, por ejemplo, de que el catedrático de Literatura impartiera una conferencia sobre el Quijote para conmemorar el Día del Libro. Aquel año la conferencia versó sobre Mortadelo y Filemón. El catedrático de Literatura se llamaba Francisco Mendoza Díaz-Maroto.
Han pasado más de treinta años y Paco Mendoza acaba de jubilarse. Yo lo conocí siendo alumno. De su mano me adentré en El Quijote, del que mi profesor resultó ser un especialista. Él me presentó a Lope y Calderón, y me enseñó a desentrañar a Góngora y a Quevedo, sin rehuir los aspectos más turbios de la relación entre ambos («Yo te untaré mis versos con tocino / porque no me los muerdas, Gongorilla»). Recuerdo que también leíamos La Celestina en clase y que a mí me tocó el papel de Sempronio, el deslenguado criado de Calisto. Conforme yo leía, crecían el rumor y las risitas en el aula. «Cebrián, ¿me deja ver su libro?», me dijo el profesor Mendoza. «¡Claaaaro!», exclamó nada más ver la cubierta. Y a renglón seguido me hizo notar que, en mi candidez, me había comprado la edición de Clásicos Ebro, «expurgada de sus pasajes más escabrosos», es decir, de los mejores. Del profesor Mendoza recibí mi primera lección de crítica biblio-textual. Él me enseñó que no es lo mismo una edición que otra, que los clásicos viven o mueren según quién los edite y quién los anote.
Los clásicos vivían cuando Paco Mendoza nos los explicaba. Vivían y vibraban. Al leer con él uno se sentía como un lector del siglo XVI o XVII. También nos enseñó que hay un gigantesco corpus literario fuera de los libros. Existe una literatura de la memoria compuesta por romances que se transmiten por tradición oral, y que es necesario buscar en los recuerdos de los más ancianos. Él nos animó a recoger testimonios de esta literatura popular de los labios de nuestros mayores. Con él aprendí realizar mi primera «investigación de campo». También fue mi primer profesor agnóstico, republicano y librepensador. Y francófilo, comme il faut.
A principios de los 80 me marché del instituto para estudiar Filología en Valencia. Regresé diez años después, ahora como profesor, y allí seguía Francisco Mendoza (aunque pronto supe que, entretanto, se había expatriado unos años para enseñar literatura en París). Había perdido la barba junto con el hábito de fumar, y ganado algunos kilos. Ahora llevaba lentillas y apenas usaba ya esa corbata de pajarita que era una de sus más célebres excentricidades. Sin embargo, había adquirido el inexplicable hábito de ponerse camisas hawaianas cuando llegaba el buen tiempo. Al principio de nuestra relación como compañeros, me acercaba a él con cierta reverencia. Ahora que esa relación profesional toca a su fin, mi trato con Francisco Mendoza es mucho más cercano, pero la reverencia nunca se ha extinguido del todo. Durante estos casi veinte años en que lo he disfrutado como compañero y como amigo, Francisco Mendoza ha seguido siendo mi profesor, pues ni un solo momento ha dejado de enseñarme. Él leyó mis primeros intentos literarios y me guió con su consejo. Él me siguió contagiando su inmenso amor por la literatura y por los libros, el soporte imprescindible de la palabra escrita. De hecho, muy pronto supe que mi antiguo profesor era también una reconocida autoridad en el campo de la bibliofilia y de la literatura popular tradicional, y que su biblioteca de ejemplares raros e incunables competía con la que tenía don Alonso Quijano antes de que el cura y el barbero hicieran de las suyas. En una enseñanza media en la que cada vez se fomenta más la mediocridad, Paco Mendoza es un auténtico sabio, uno de esos profesores que iluminan a cualquier alumno con dos dedos de frente para escucharlo. En una enseñanza media degradada, trivializada e infantilizada, él es un ejemplo de dignidad, un bastión contra la barbarie. Como compañero es muchas otras cosas. Un tipo amable, divertido, socarrón. Mordaz como un bisturí, chispeante en su conversación, imprescindible en sus opiniones, siempre un poco transgresor, como aquella vez que dictó su conferencia sobre Mortadelo y Filemón ante los asombrados catedráticos de toda la vida.
El día de su jubilación, nos dijo que debíamos tenerle envidia, porque se disponía a cumplir el ideal humano de vivir sin trabajar. Yo le tengo envidia por eso y por mucho más. Ya por la tarde, un poco achispado, se lo confesé: «Paco, tú representas todo lo que yo quiero ser de mayor». Escribo estas líneas completamente sobrio, pero sigo pensando lo mismo.
Gracias, profesor.
Aparecido en el diario La Tribuna de Albacete el 4/7/2008