La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 23 de marzo de 2008

Desmemoria histórica

Al amigo que protagoniza este artículo lo conocí el verano pasado, aunque llevábamos algunos meses escribiéndonos e intercambiando llamadas telefónicas. Él había leído «Bajo la fría luz de octubre», una novela en la que traté de reconstruir los acontecimientos vividos por mi familia durante los años de la república, la guerra civil y la primera posguerra. Con este libro no pretendía convertirme en cronista de una época. Sólo quise poner en forma de relato unos recuerdos que me han sido legados como parte de mi patrimonio familiar. Pero todas las historias de aquellos días se parecen, ya se vivieran en un bando o en el otro, por lo que era inevitable que mi amigo hallara en mi novela ecos de su propia infancia.

Él prefiere que no mencione su nombre, aunque me autoriza a relatar su historia. Mi amigo nació en Albacete en 1938, cuando la ciudad vivía los meses más terribles de la guerra civil. Su padre, que era ferroviario y socialista, fue apresado recién terminada la contienda. Lo ejecutaron en el 42, casi al mismo tiempo que a su esposa la enviaban a la prisión de Barcelona. Con apenas tres años, a mi amigo se lo llevaron a Cataluña para que estuviera más cerca de su madre, y en Cataluña es donde ha vivido desde entonces. Allí creció, estudió Comercio y entró a trabajar en una importante empresa de la que llegaría a ser gerente y accionista. Con el tiempo se convirtió en un empresario de éxito y un hombre muy respetado. Se casó y tuvo cuatro hijos. Fue presidente de una importante institución de su ciudad, recibió infinidad de honores y distinciones, y ahora, a sus setenta años, está a punto de recibir otro cargo de relevancia que él se niega a calificar como político (una de las cosas que le prometió a su madre fue que nunca se metería en política). El talento, la honradez y una vida entera de trabajo lo han conducido hasta donde hoy se encuentra. Pero él se ha negado a olvidar a aquel niño de cuatro años, con un padre fusilado por rojo y una madre presa en la cárcel de Barcelona.

Cuando se puso en contacto conmigo, hará algo más de una año, mi amigo pedía consejo para emprender una búsqueda. Pensaba equivocadamente que yo era un especialista en el tema de la guerra civil en nuestra ciudad, por lo que me pedía ayuda para localizar algunos documentos relativos a su familia, en concreto las sentencias condenatorias de sus padres. Tuve que explicarle que había escrito mi novela sin recurrir a más archivos que la memoria de mis mayores, pero me ofrecí a consultar en su nombre con un auténtico experto. Por suerte, yo conocía desde la juventud a Manuel Ortiz Heras, profesor de la facultad de Humanidades, y estaba al corriente de su impresionante labor de investigación sobre el doloroso tema de la represión política en nuestra provincia. Con gran sensibilidad y gentileza, Manolo orientó a mi amigo en el comienzo de su búsqueda. Le dijo que los documentos que perseguía debían de haber estado en la prisión provincial, pero que las pésimas condiciones de aquel lugar habían obligado a trasladarlos al Archivo Militar de Guadalajara. Y allí fue donde mi amigo cursó su primera solicitud. Eso fue en septiembre del año pasado. Lo que no podía imaginar era que aquel iba a ser el primer episodio de un despropósito burocrático que, al cabo de un sinfín de peticiones, escritos y oficios, sigue sin dar el menor fruto. Durante este tiempo, y además de al mencionado archivo, mi amigo se ha dirigido a la prisión provincial de Albacete, a la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, al Ministerio de Defensa, a la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas, a la Subdirección General de Recursos e Información Administrativa, al Archivo General Militar de Ávila, al Tribunal Militar Primero de Madrid y al Juzgado Togado Militar nº 13 de Valencia. Todo esto en apenas seis meses y con el único propósito de obtener copia de unos documentos que expliquen por qué sus padres tuvieron que morir e ir a prisión hace casi setenta años. Y sin obtener más que excusas y vaguedades como respuesta: «no consta la existencia de dichos documentos», «las personas referidas carecen de antecedentes», «no figuran en estos archivos», «pregunte en otro sitio»... En fin, el clásico y tan castizo «vuelva usted mañana», como si aquellas muertes y aquel dolor nunca hubieran existido. De modo que la carpeta de mi amigo crece con esas muestras de la confusión y la negligencia administrativa. Pero él ya ha demostrado que no es de los que se rinden, y tampoco va a hacerlo en este empeño. Como tantos otros hijos y nietos de este país, su único propósito es limpiar el recuerdo de sus mayores, ensuciado hace setenta años por la injusticia y la barbarie, y extraviado ahora en algún recoveco de la desmemoria administrativa.

El Gobierno ha promulgado una Ley de Memoria Histórica, pero las leyes que no sirven para ayudar a la gente son papel mojado. Y el caso de mi amigo demuestra de forma elocuente que la Administración sigue siendo torpe, lenta e insensible a las demandas de los ciudadanos, incluso cuando éstas responden al principio más elemental del civismo, la justicia y la dignidad: el de honrar la memoria de los muertos.


Aparecido en La Tribuna de Albacete el 14/3/2008

Columna: "La Ley de Murphy"

lunes, 17 de marzo de 2008

Dimas vs. Zerolos


Escribo este artículo el 29 de febrero, cuando faltan ocho días para las elecciones, y no sé si podré aguantar cuerdo hasta el final de la campaña. Y no será por falta de voluntad, porque juro que hago lo que puedo por permanecer ajeno a todo este circo. Pero confieso mi impotencia. Por mucho que trate de aislarme, los insidiosos mensajes electorales se cuelan y acaban pinchándome la burbuja. Y entonces siento hastío, agotamiento, náusea. Unas ganas terribles de que esto acabe, de que quien tenga que llevarse el gato al agua lo haga de una vez y me dejen por fin en paz.

Mi apatía es tan inmensa que temo pecar de falta de originalidad. Pero hasta en el aburrimiento se puede ser militante. Por ello, en un acto testimonial de la magnitud de mi indiferencia, he decidido no dar este artículo a la prensa hasta transcurridos varios días de la consulta, cuando todo haya terminado y las elecciones no sean más que un mal recuerdo. Aunque esta campaña ha tenido una singularidad que la ha hecho algo más amena. Y ahora que ha terminado todo no me resisto a comentarla. Me refiero al culebrón protagonizado por Dimas Cuevas y sus famosos artículos «homófobos».

A Dimas lo conozco desde el instituto. Ahora tiene menos pelo y lleva barba. Por lo demás no ha cambiado mucho. En el BUP parecía ya un senador del PP, y creo que sus años como periodista han sido sólo un paréntesis hasta que ha reencontrado su auténtica vocación. Él siempre ha sido atento conmigo. En su día me abrió las puertas de este diario y se lo agradezco de corazón. No hemos tenido mucho trato. De hecho, apenas hemos hablado. Pero tiendo a sentir respeto por la gente de la que recibo respeto. No puedo evitarlo.

Por lo demás, no podría estar más en desacuerdo con sus ideas sobre la familia y la moral sexual. En eso Dimas y yo somos el yin y el yang, el Madrid y el Barça, el Gordo y el Flaco (bueno, ahí andamos a la par). Él piensa de forma muy distinta a mí, pero sus opiniones le pertenecen y yo no tengo nada que objetar. En cuanto a aquel artículo de la discordia, el de los plátanos y las tortillas, recuerdo que lo leí en su momento y me dio un poco de vergüenza ajena. Pero nada más. Otros artículos de Dimas me han gustado y me han hecho reír. Aquellos chascarrillos me parecieron un tanto burdos y no me hicieron gracia. Ahora bien, no monté en cólera ni vi la necesidad de exigir la cabeza del autor. Ni yo ni nadie. Como saben, el escándalo ha estallado recientemente, en período pre-electoral. Ha sido ahora cuando «Dimas se ha quitado la careta y todos sabemos ya quién es», y cito unas esclarecedoras declaraciones de la concejala de IU.

Tengo que reconocer que el asunto me ha parecido entretenido. Aunque por otro lado me ha irritado bastante, pues creo en este escándalo prefabricado no subyace una cuestión de moral sexual o de concepciones antagónicas de la sociedad, sino de política y de poder. También de estupidez y mala leche. Y no por parte de Dimas. Me explico. La cuestión es que me preocupa vivir en un país donde alguien se dedica a guardar recortes de prensa para poder usarlos como arma cuando sea conveniente. Cada cual es responsable de sus actos y sus escritos. Si uno quiere hacerse el gracioso y al cabo de un tiempo le crecen los enanos, pues mala suerte. Pero quien consagra sus esfuerzos a mirar con lupa a sus adversarios para ver por dónde pueden clavarles la daga, me inspira muy poca simpatía. Más bien me da miedo. Tanto miedo como los que han decidido ser más bienpensantes que los bienpensantes y, enarbolando el estandarte de la mordaza y la majadería, han establecido que existen temas tabú y grupos intocables. Esos adalides de la progresía y el pensamiento recto son mucho peores que los de antes. Ejercen la censura, dictan lo que es admisible y están siempre prestos a colgar etiquetas. Usan el principio de la libertad de expresión a su antojo y conveniencia. Esos, los que crean «observatorios» para taparles la boca a los demás, los que deciden quién es «homófobo», quién es «machista» y quién un «reaccionario», quién puede presentarse a las elecciones y quién no. Esos progres de boquilla, y caciques en la práctica, son los que me dan miedo de verdad.

En lo ideológico, me encuentro en las antípodas de los Dimas Cuevas. Pero los Zerolos me parecen peores, y mucho más peligrosos, porque encima son los que ahora mandan. Además, a Dimas hay que reconocerle un mérito. Pues no me negarán que tiene su mérito levantarse un día de la cama y encontrase a nuestra pequeña y soñolienta ciudad en la portada de El País y en los informativos de la SER. Ayer no existíamos, y hoy nos hemos convertido en el campo de batalla de las fuerzas de la progresía y de la reacción. Las dos Españas se citan en Albacete. Todo un lujo. De paso, el sainete protagonizado por Dimas (imagino que muy a su pesar) nos ha brindado un tema jugoso de conversación en medio de esta plúmbea y estéril campaña electoral.

Bien por el senador.

www.eloymcebrian.com

domingo, 9 de marzo de 2008

Alegorías

Los medievales, que eran mucho más sofisticados de lo que tendemos a creer, utilizaban la alegoría como un modo de comprender este mundo y el venidero. Para los pocos que sabían leer había poemas y tratados. Para el vulgo ignorante estaban los pórticos, los capiteles y las pinturas de las iglesias y catedrales. Allí, explicadas en intrincados relieves y frescos, estaban todas las claves que necesitaba un hombre del siglo XII o XIII para integrarse en el orden social y asegurarse la salvación tras culminar su tránsito por este valle de lágrimas.

Nosotros, que nos creemos mucho más listos que nuestros antepasados, nos podríamos dar con un canto en los dientes si entendiéramos algo de lo que pasa aquí (el más allá se lo dejamos a la Conferencia Episcopal y a Iker Jiménez). Pero nos hemos acostumbrado a aceptar las cosas porque sí. Miramos la televisión, repasamos la prensa, nos dejamos bombardear por una infinidad de mensajes que a menudo son contradictorios. Y nuestra única conclusión es que de este guirigay no hay quien saque nada en claro, y que lo mejor es pegar la nariz al suelo y preocuparnos exclusivamente de nuestros asuntos. Siempre habrá quien se encargue de resolver «los grandes temas». Para eso pagamos impuestos. Para que nos gobiernen y nos dejen en paz. Con esta mentalidad, es muy probable que los señores feudales del medioevo tuvieran más problemas con sus siervos que nuestros gobernantes tienen con nosotros. Han perdido el derecho de pernada (o eso creo), pero en todo lo demás han salido ganando.

Con todo, lo cierto es que la tarea de entender el mundo (o de empezar a entenderlo) se ha convertido en un gigantesco desafío. Vivimos en un laberinto de espejos, con la salvedad de que un espejo que funciona correctamente devuelve un reflejo fiel de lo que hay ante él, mientras que los que nos rodean nos muestran sólo lo que les conviene a quienes los manejan. Nuestra realidad se halla tan fragmentada como esos montajes de los artistas conceptuales: cientos de monitores de televisión dispuestos en círculo, cada uno emitiendo sus propias imágenes y sonidos. Y en medio de este infierno visual y auditivo, el indefenso ciudadano aprieta los párpados y se tapa los oídos, abrumado por una realidad demasiado cambiante y compleja para intentar abarcarla.

Hoy quiero mirar hacia atrás y reivindicar la validez de la alegoría como herramienta para enfrentarse al mundo. Las de los medievales ya no nos sirven, por mucho que sigamos admirando la belleza de sus catedrales de piedra y de palabras. Hartos de contemplar infiernos de este mundo por la televisión, el infierno de Dante nos asusta lo mismo que un parque temático. Necesitamos encontrar alegorías a nuestra medida, modelos a escala de la realidad que nos permitan abarcar el conjunto sin perdernos en los detalles. La que propongo hoy es la obra de un novelista francés llamado Michel Houellebecq.

Alguien con un apellido tan difícil tiene que ser por fuerza un tipo retorcido (más retorcido que la firma de un loco, como diría cierto amigo mío con gran facilidad para las comparaciones ingeniosas). Y ciertamente Houellebecq lo es. Añadiré que es un grandísimo mala leche. Pero la suya no es una de esas malas leches castizas de carajillo y partida de dominó, sino una mala leche de envergadura cósmica. Si a eso le sumamos una inteligencia incisiva como un bisturí y una gran facilidad para fabular, habremos encontrado al perfecto artífice de alegorías.

El «campo de batalla» en el que transcurren las amargas ficciones de Houellebecq, ese lugar desolado por donde transitan sus personajes, es el mundo que habitamos, superpoblado de seres solitarios que se ven obligados a huir de sí mismos mediante el hedonismo, el sexo o las drogas. Se trata, sin embargo, de fugas sin esperanza, pues la realidad excluye los paraísos. La codicia, la satisfacción inmediata, el sexo despojado de afecto, los mensajes embrutecedores e incesantes de los medios de comunicación... Nada mejor cabe esperar. Los nuevos gurús hablan de formas de vida alternativas. Las religiones atontan a los seres humanos con falsas promesas. Algunas incluso los transforman en armas listas para ser disparadas en cualquier momento. Pero la única realidad es que estamos solos. Y además de soportar el peso intolerable de nuestra soledad, debemos enfrentarnos al horror de nuestra decadencia física, tal vez la única certeza en este mundo de espejismos. De todo esto, y de algunas cosas más, tratan libros como Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales, Plataforma o La posibilidad de una isla. No son libros aptos para depresivos, pero cada uno de ellos constituye una demoledora alegoría contemporánea.

Necesitamos a los creadores de alegorías mucho más que otras cosas que se nos antojan imprescindibles. Necesitamos sus lecciones, aunque nos duelan.

Es preciso que nos abran los ojos.